La ola que arrasó Verviers

Verviers, uno de los pueblos arrasados por las inundaciones en Bélgica, parece hoy Mosul en plena guerra. Es lunes por la tarde, han pasado ya cinco días de la crecida del agua, y en este municipio situado al Este del país, a un paso de Alemania, la vida en los barrios afectados por la crecida del río Vesdre se hace en la calle. Todo el mundo parece ir de un lado a otro. Hay voluntarios entregando comida y productos esenciales de higiene junto a la iglesia. Niños correteando, en bicis o patines o jugando al fútbol mientras esquivan los agujeros del asfalto. Adultos desesperados que apenas han dormido y montan guardias para evitar robos. Personas que niegan con la cabeza y dicen: “Lo hemos perdido todo”. Los coches circulan por donde pueden. A la puerta de cada casa se agolpan montones de muebles, electrodomésticos, juguetes y aparatos de tecnología. Parecen catálogos de un Ikea de pesadilla, pasados por una lavadora de barro y mugre. También parecen barricadas de una zona bélica. Es como si las casas hubieran vomitado su interior. El hedor al acercarse a estas montañas a veces se vuelve insoportable por la mezcla macerada del agua con el gasoil de las calderas, un cóctel fraguado en los sótanos de las viviendas. Junto a estos montículos, los vecinos preparan la cena en barbacoas.

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Mohamed Abushab, de 32 años y originario de Palestina, aviva las llamas del carbón mientras sus hijos corretean alrededor. “Esto es como la guerra”, dice Abushab, que de esto sabe: salió de Gaza hacia Europa hace siete años y asegura que sobrevivió 16 días en Libia alimentándose solo con dátiles. “Esto es la jungla. La puta jungla”, añade a su lado María Alonso, una mujer de 48 años cuya familia de origen asturiano se asentó aquí en los años sesenta para trabajar en las minas de la zona.

La ciudad de Verviers, ubicada en la provincia de Lieja, fue un imperio de la lana en los años dorados de la revolución industrial, una urbe pujante de casas señoriales ahora vacías, un ayuntamiento agrietado de aire palaciego y un gran teatro de la ópera hoy en ruinas. Con el cierre de la industria del carbón y el acero de los alrededores, esta ciudad de 55.000 habitantes se ha convertido en la actualidad en uno de los municipios más pobres del país que acoge las instituciones europeas. Posee una población de origen extranjero “muy importante y depauperada”, según señalaba el pasado octubre a este diario una de las concejalas del Ayuntamiento. Entonces, el municipio era noticia por ser uno de los agujeros negros del coronavirus de la UE, con tasas de contagio que rondaban los 3.900 casos por 100.000 habitantes. En Verviers conviven más de 100 nacionalidades. Los extranjeros suponen el 12% de la población, un dato similar al del resto del país, aunque crece cuando se tiene en cuenta a los belgas de origen foráneo. Y la tasa de paro supera el 20%, más del doble que la media belga. El golpe, ahora, le ha llegado con las lluvias. Y, como en aquella ocasión, la situación social se trenza con las causas naturales para magnificar sus efectos.

Las descripciones de Alonso, la mujer de origen asturiano, parecen mostrar un polvorín social a punto de estallar. Ella está aún traumatizada por los gritos de una mujer que murió ahogada durante las horas turbulentas del embate del agua. Era una marroquí anciana que vivía sola en un piso bajo frente a su vivienda. Sus alaridos de auxilio comenzaron de madrugada. Los vecinos trataron de salvarla. No pudieron abrir la puerta por la presión de la riada. Quienes se encontraban en las casas del entorno pudieron escuchar los lamentos de la mujer hasta que llegó el silencio: había muerto. En Verviers, han fallecido al menos seis personas y un mínimo de 20 permanecen desaparecidas, según Maxime Degey, concejal de Obras y Movilidad del municipio.

Alonso, como otros residentes de las zonas afectadas, asegura que el Ayuntamiento recibió a tiempo el aviso de otros municipios que se encontraban curso arriba, pero denuncia que no se les trasladó esa alerta. Las autoridades locales, en cambio, aseguran que no recibieron ningún aviso de evacuación por parte de la administración regional.

Una mujer descansa junto a los restos de los enseres de las viviendas del vecindario destrozados por las inundaciones.
Una mujer descansa junto a los restos de los enseres de las viviendas del vecindario destrozados por las inundaciones. Samuel Sánchez

El paseo junto a la asturiana siguiendo el trazado del río que se desbordó parece sacado de uno de los anillos del infierno. Ella va contando cómo “la ola”, así la llama, impactó contra las casas; sus descripciones recuerdan a un tsunami. Ella se compró su vivienda hace tres semanas. Quería regresar al barrio de su infancia. El agua le ocupó el sótano y la planta baja.

Alonso camina por Verviers mientras señala allí los coches arrasados, allá la familia que barajaba lanzarse desde la terraza. Pasa junto a un inmenso contenedor de mercancías venido de quién sabe dónde estampado contra un árbol; una escultura de bronce de varias toneladas yace metros más allá, arrancada de su emplazamiento. Llega al túnel donde se formó un tapón de agua y basura, y del que se piensa que podrían salir cadáveres. Los bomberos trabajan en el bombeo del agua. El olor allí es insoportable. También hiede junto a un Carrefour donde aún moran los saqueadores. Se ven las linternas moverse en su interior. Cuando se fue el agua “llegaron las ratas”, dice Alonso, refiriéndose a los ladrones de los que tienen que protegerse de noche.

Ya oscurece y en las zonas arrasadas por el Vesdre siguen sin luz. Es el momento de las barbacoas y las velas junto a las ventanas, para poder ver algo en la oscuridad. A pesar del drama flota en el ambiente una extraña sensación festiva como de pueblo en verano, con los niños alborotando en las calles y los vecinos charlando con camaradería. Alonso saluda a un bombero voluntario, un chaval que iba saltando de ventana en ventana, como Spiderman, ayudando a los vecinos en lo más duro de la crecida. Y por allí acaba de aparcar otro vecino, dueño de un restaurante, que trae cada noche en su maletero un cargamento de pizzas recién hechas. Cuando lo ve, Alonso suspira: “Qué bien que la solidaridad funciona”.


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