A mediados de septiembre de 2020 se produjo un salto cualitativo en la lucha por los derechos humanos y la democracia en Venezuela: la Misión Internacional Independiente de Determinación de los Hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela —designada por Michelle Bachelet, Alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU— presentó el compendio, más de 400 páginas, que demuestra, a partir de testimonios confiables y sólida documentación, las prácticas de secuestros, desapariciones forzosas, ejecuciones extrajudiciales, torturas, violencia sexual y de género, tratos crueles y humillantes, con los que el poder somete a la sociedad venezolana. Crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen encabezado por Nicolás Maduro.
La trascendencia del documento es múltiple. Cristaliza años de sacrificios y desvelos de los familiares de las víctimas, innumerables denuncias hechas por activistas y organizaciones defensoras de los derechos humanos, representa a miles de testimonios de personas cuya dignidad, cuya integridad física y moral han sido violentadas por el Estado torturador, a pesar de no haber cometido delito alguno.
El que haya sido una misión internacional, integrada por profesionales experimentados e irrefutables, potenció el valor de todo cuanto allí se narra: despejó las dudas y neutralizó las campañas de contrainformación, puesto que dejó en claro que la existencia del Estado torturador de Maduro es real. Demostró que hay modelos y patrones de conducta para violar los derechos humanos. Puso en evidencia las cadenas de mando que van desde Maduro y Padrino López hasta los perpetradores. Desnudó las omisiones y la complicidad de la Fiscalía General de República y de los sistemas judiciales civil y militar, que existen para garantizar la impunidad de estos crímenes.
La reacción del régimen al informe fue estrictamente una: descalificar la Misión. Señalar, con falsas afirmaciones, que la investigación no tenía sustento. Pero lo único que cabía esperar, que se produjera un cambio y cesaran de inmediato las prácticas del Estado torturador y comenzaran las investigaciones que deberían conducir al castigo de los responsables, no ocurrió. Lo que sí ha pasado, es que los delitos se han mantenido y se han intensificado.
En el marco de la 46ª sesión del Consejo de los Derechos Humanos de la ONU —10 de marzo—, la jurista Marta Valiñas, presidenta de la mencionada Misión, presentó la actualización del informe. Su relato no deja lugar a dudas. Entre las cosas que destaca, mencionaré algunas: la muerte en reclusión, del dirigente de la etnia pemón, Salvador Franco, a quien se le negó la atención médica que necesitaba para salvar su vida; la grave situación de salud y el estado degradante del lugar donde se encuentran detenidos, que afecta al capitán Luis de la Sotta y al coronel —ya jubilado— Oswaldo García Palomo, ambos sometidos a torturas y tratos infamantes; las detenciones arbitrarias de, al menos, 36 ciudadanos, señalados por sus críticas al régimen; la detención de Gilberto Sojo, miembro de Voluntad Popular y parlamentario —quien ya estuvo preso y había sido liberado—, y del periodista Roland Carreño, el 27 de octubre del 2020, miembro del equipo del presidente Juan Guaidó, a quien se acusó de crímenes insólitos, como conspirar, financiar el terrorismo y traficar con armas.
Entre muchos otros aspectos que es necesario subrayar, y con ello pulsar el botón de alarma, está el de la ampliación del “concepto estatal del enemigo interno”, que ahora se ha extendido a organizaciones y activistas de ONG, dedicados a la defensa de los derechos humanos y a labores humanitarias, como ha ocurrido con la detención simplemente absurda de Johan León Reyes, Yordy Bermúdez, Layners Gutiérrez Díaz, Alejandro Gómez Di Maggio y Luis Ferrebuz, miembros de Azul Positivo, organización fundada en 2004, especializada en la prevención de enfermedades de transmisión sexual, de forma particular, el VIH. En la Venezuela arrasada por el hambre y las enfermedades, con un Estado que no ofrece respuesta alguna a estas críticas realidades, la única reacción del régimen de Maduro es la persecución y la cárcel para quienes trabajan para aliviar las penurias de las personas. Mucho más podría agregar a esta relación: la continuación del juicio infundado al diputado Juan Requesens, las diligencias del fraudulento TSJ para asegurar la impunidad de los asesinos del capitán Rafael Acosta Arévalo, o el descaro con que continúan los programas de ejecución extrajudiciales —hasta mediados de marzo el número de ejecutados durante el 2021 superaba los 200 casos.
He dicho, e insisto aquí, que lo deseable es que la Unión Europea y Estados Unidos hagan un esfuerzo político y diplomático, y establezcan un programa conjunto de sanciones a los responsables de las violaciones, no solo a los ejecutores, sino también a los que han dado las órdenes; a los que han diseñado los programas de persecución y represión; y a cada uno de los cómplices, aquellos que disponiendo de los medios para evitar asesinatos, torturas, secuestros, desapariciones forzadas, violaciones y un sinnúmero de abusos, nada han hecho por evitarlo.
Leopoldo López Mendoza es coordinador nacional de Voluntad Popular.
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