Ni siquiera el 15-M en sus momentos más festivos, peripatéticos e inocentes concitó tantas simpatías como las que ha disfrutado el movimiento contra la despoblación. En una España donde todo lleva una etiqueta ideológica y la politización afecta hasta la intimidad, las vindicaciones ciudadanas de la España vacía inspiraban acuerdos entre quienes nunca están de acuerdo en nada. ¿Quién se iba a oponer a unas demandas tan elementales como lógicas? Estar en contra equivalía a desear el abandono, a proclamarse vaciísta y a trabajar por la decadencia demográfica y económica de las regiones despobladas, echando sal sobre su tierra quemada. Nadie defiende algo así.
En muy poco tiempo, las plataformas cívicas de las provincias despobladas se convirtieron en un movimiento popular y querido. La opinión pública celebraba su lucha, la prensa les daba voz y los políticos se hacían fotos con tractores mientras presumían de orígenes de pueblo, dando mítines en aldeas que no habían visto una campaña electoral desde El disputado voto del señor Cayo.
Ni siquiera las peleas nominalistas (la cansina corrección de vaciada versus vacía) mellaban un movimiento cada vez más sólido y amplio, aunque Álex Grijelmo lamentó en una columna que las discusiones teológicas sobre sílabas y participios podían debilitar su influencia. La intuición de Grijelmo era certera, pero se quedaba corta y no anticipó el verdadero desencanto, que cayó como una granizada de verano: a finales de 2019, Tomás Guitarte, diputado de Teruel Existe (TE), fue objeto de un acoso atroz para hacerle desistir de dar su apoyo a PSOE y Podemos. Lo que hasta entonces se tenía por una lucha cívica y apolítica irrumpió a lo bestia en la bronca de un país polarizado hasta el tuétano.
Muchos líderes de opinión que habían festejado la conversión de Teruel Existe en partido y algunos políticos que habían hecho bandera de sus demandas se revolvieron contra la nueva fuerza. No les dieron ni un minuto de tregua: en Teruel aún no habían descorchado el cava de la noche electoral cuando empezaron a repartirles estopa. Entonces fue la derecha quien sacudió, pero la hostilidad también era clara en ciertas federaciones del PSOE. Algunos barones, como el aragonés Javier Lambán, han centrado toda su carrera política en la lucha contra la despoblación, y sentían, no sin razón, que les había salido una competencia desleal.
En noviembre de 2021, la Oficina Nacional de Prospectiva y Estrategia de La Moncloa organizó en Teruel unas jornadas tituladas El futuro de la España vaciada, donde se escenificó el compromiso del Gobierno con las políticas contra la despoblación. A las puertas de la universidad donde se celebraban, un grupo de militantes de Teruel Existe se manifestó contra los ponentes, entre los que me contaba yo. Como estoy al tanto del encono entre algunos teruelexistentes y parte de los socialistas, no me sorprendió la protesta, pero muchos invitados que venían de Madrid la contemplaron con extrañeza: ¿no se convocaba esa jornada para debatir sobre lo que les interesa a ellos? ¿Acaso no eran aliados del Gobierno? Son socios y a la vez rivales, respondí. Es complicado, como las relaciones poliamorosas.
Esto era solo un prólogo de lo que se avecina en la campaña eterna que empieza con las anticipadas de Castilla y León del próximo 13 de febrero y terminará, con suerte, en las generales de 2023. Quedan por delante muchas elecciones para que los activistas contra la despoblación se transformen en políticos baqueteados y fieros en el mar siempre picado de los parlamentos españoles. Ya han comprobado lo difícil y bronco que es armar candidaturas: solo han formado listas en cinco provincias castellanoleonesas, y ni siquiera han unificado una marca común. Los líderes saben que no hay marcha atrás y seguro que asumen con gusto el precio, pero no tengo claro que los activistas de base sean conscientes de lo muchísimo que ha cambiado su lucha y de la oportunidad enorme que se perderá si, finalmente, el partido España Vaciada se convierte en una fuerza decisiva en el Congreso, lo cual es todo un misterio que ningún analista demoscópico puede anticipar hoy.
Siempre han justificado el salto a la política como una forma eficaz de salir del ninguneo secular: hartos de que las instituciones les ignorasen, decidieron tomarlas democráticamente, en vez de protestar a sus puertas. Algunos sostienen que no les quedaba otro remedio, pero había muchas otras estrategias. A mi juicio, han escogido la peor de todas.
El movimiento contra la despoblación es plural, mutante y rico. Incluye desde la reivindicación vecinal más simple hasta las propuestas sociales y económicas más sofisticadas, y abarca desde posiciones tradicionales a utopías radicales, ecológicas y ácratas. Es un foro de debate que hierve a distintas temperaturas, que interpela a la sociedad de muchas formas y que había logrado una influencia profunda en el sistema político. Protagoniza uno de los cambios de sensibilidad más intensos que se han vivido en España y ha colocado en el centro del ágora un problema democrático elemental. Gracias a su trabajo, la discusión dejó de ser economicista para presentarse como plenamente política: no se trata de si el Estado puede permitirse financiar servicios decentes en todo su territorio, como se discutía hasta ahora, sino de si una democracia puede permitirse que millones de ciudadanos vivan con sus derechos mermados, en una suerte de extranjería o nacionalidad rebajada dentro de su propio país. Despliega un problema profundo e incómodo que alude a la sociedad entera y exige respuestas de todo el país, pues afecta al principio mismo de igualdad.
Todo eso se irá al traste, si no se ha ido ya, por una paradoja que tal vez no vieron venir: al constituirse en partidos, se han despolitizado, en el sentido de que pueden perder ese ascendente transformador sobre la sociedad. Sus aspiraciones electorales son tremendamente modestas. Como candidatos, no quieren el poder, tan solo modularlo a cambio de concesiones concretas, en una negociación constante que recuerda mucho al chantaje nacionalista del qué hay de lo mío. Es un viaje muy corto para alforjas tan grandes, pero sobre todo es un desperdicio histórico que hurta a los españoles un debate fundamental sobre qué país tenemos y cómo queremos que sea, para diluirlo en una ruidera de demandas minúsculas y políticas de bajura.
La democracia no termina en los partidos. Sin una sociedad compleja, abierta y plural, las frustraciones del abandono propias de la España vacía pueden engordar proyectos nacionalistas, populistas y lepenistas. La forma más eficaz de evitar esto es mantener viva esa sociedad vibrante que los movimientos contra la despoblación habían azuzado con su energía y su pluralidad, demostrando que la España rural no era monolítica ni estaba dormida ni era ajena a las corrientes de pensamiento contemporáneas. Habrá que confiar en la impericia de los candidatos, pues solo un fracaso electoral de las nuevas plataformas podría evitar que el debate se pierda por las acequias de lo irrelevante.
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