La opositora Maria Kolesnikova llama desde prisión a mantener las protestas en Bielorrusia


En la última reunión del profesorado de la ciudad de Lida para preparar el inicio de curso, Marina Ostreiko se levantó, se subió a la tarima y clamó contra la manipulación en las presidenciales bielorrusas del 9 de agosto. “Miembros de la Comisión Electoral han falsificado los comicios porque hemos mantenido el silencio. Lo hemos hecho durante 26 años pero ahora el país entero se ha levantado”, dijo la profesora de Geografía ante sus colegas. Alguien grabó aquel discurso y lo publicó en las redes. Se hizo viral. Dos días después, Ostreiko, de 59 años, recibió un documento que rescindía su contrato en la escuela número 6 de Lida.

La profesora llevaba enseñando en ese colegio del oeste de Bielorrusia tres décadas; los últimos tres cursos combinaba contratos anuales con su jubilación activa. “Es una represalia clara y sabía que podía pasar, pero me abrumaba la ira y el horror de lo que sucede en Bielorrusia. Tenía que hablar”, comenta Ostreiko, una mujer menuda y de sonrisa fácil que luce unas brillantes gafas de montura verde. El colegio niega que haya dejado de contar con la veterana profesora por su activismo, pero Ostreiko no tiene ninguna duda; asegura que le habían confirmado su continuidad esa semana.

Aleksandr Lukashenko, el líder autoritario que lleva gobernando Bielorrusia 26 años y ha construido su régimen sobre los pilares de agencias de seguridad, ya avisó de que los profesores que no apoyan la “ideología estatal” no debían estar en las aulas. Y a su política de arrestos estratégicos de opositores y amenazas se ha sumado también una oleada de purgas en las empresas públicas y estatales. Decenas de personas han sido despedidas o forzadas a dejar su empleo en fábricas, medios de comunicación estatales, hospitales, universidades o instituciones artísticas públicas por participar en las protestas o apoyar las movilizaciones contra el líder autoritario, la violencia policial y el fraude electoral que suman más de un mes en esta antigua república soviética.

La historiadora Irina Romanova ve un paralelismo entre lo que está ocurriendo y los métodos del periodo estalinista. Los despidos por cuestiones ideológicas no son algo nuevo en Bielorrusia, ella misma y otros compañeros de la Academia de Ciencias fueron despedidos en los años 2000, acusados de tomar una posición ideológica que no les “correspondía” e incluso de querer “socavar los cimientos de la ideología estatal”. Sin embargo, ahora se ha ido más allá, dice. “Hay arrestos incluso por el hecho de que, sin compartir la política de tu empleador, renunciaste a tu empleo y lo hiciste público”, señala Romanova, que hoy enseña en la Universidad Europea de Humanidades, con sede el Vilna (Lituania). Como dos célebres presentadores de un canal estatal que dimitieron en protesta por la cobertura de los medios públicos de la información relacionada con las protestas y ahora cumplen 10 días de arresto. “Tal y como sucedía en la década de 1930, pueden coser un caso por incitar a los colegas a rebelarse. Y si eso sigue así, todos sus compañeros, familiares y conocidos podrían estar bajo el foco por complicidad”, alerta.

El Fondo Bielorruso de Solidaridad, un proyecto lanzado por filántropos bielorrusos, miembros de la diáspora y empresarios tecnológicos para ayudar económicamente a quienes han perdido su empleo por las represalias políticas, ha recibido ya 816 peticiones de apoyo en algo más de 20 días. El fondo, que ha recaudado 1,6 millones de euros de donaciones de 33.000 personas y que revisa minuciosamente cada caso, ha aprobado por ahora 300 solicitudes. Porque, además, perder el empleo en Bielorrusia puede significar también quedarse sin el apartamento estatal que también va con el contrato en algunos puestos.

La purga afecta a todos los grados del escalafón profesional. Desde el mecánico Semen Fedotov, despedido de su puesto en la cadena de montaje de la célebre Fábrica de Automóviles de Minsk (MAZ) por hacer huelga, a profesionales de alto nivel con nutrido curriculum y reputación internacional. Es el caso de Alexandr Mrochek, cardiólogo jefe del Ministerio de Salud de Bielorrusia y hasta hace unos días director del Centro Científico y Práctico de Cardiología. El médico, de 66 años, se mostró angustiado por el grado de violencia de las fuerzas de seguridad bielorrusas contra los manifestantes durante los primeros días de protestas. Y alzó la voz. “Es imposible callar cuando ves sangre. Todo esto afecta al destino de las personas, a su futuro, sus familias y sus hijos”, comentó en una entrevista en un diario estatal. En esos días afloraban casos documentados de torturas y malos tratos bajo custodia policial, y se registraron cientos de heridos y cuatro muertos, al menos uno de ellos por munición real.

Mrochek no salió a la calle pero se pronunció en aquella entrevista. Y gran parte del personal del centro de cardiología se unió a las protestas contra la violencia de las autoridades, que además afectó directamente a uno de sus anestesistas. Al poco tiempo, el ministro de salud comunicó su despido al cardiólogo por pérdida de confianza. “Como médico, como humanista, debía reaccionar”, comenta en tono tranquilo Mrochek, que señala que el sistema no solo está castigando a quienes participan de forma activa en las movilizaciones, sino también a los responsables de esos equipos. Así, las represalias y los castigos se comparten y tienen cierta carga emocional y ejemplarizante. “Esta política va a tener un impacto social. La pérdida de personal sanitario con experiencia en los hospitales se va a ver reflejada en la atención”, remarca el médico de pelo cano y ojos azules. De liderar uno de los mejores equipos del país y recibir condecoraciones por el mérito al trabajo, Mrochek ha pasado a ser pensionista y estar en la lista negra.

“Hacer huelga contra la manipulación electoral era la única opción. Aunque ahora esté en la calle”, remarca Semen Fedotov, agitando pequeñas rastas oxigenadas que le enmarcan la mitad de la cabeza. El mecánico, de 19 años, extiende su hoja laboral y otros documentos sobre la mesa de una terraza en el centro de Minsk y los va mostrando. Uno de ellos señala que su despido se debe al “incumplimiento de sus deberes laborales sin una razón justificada”. Junto a Fedotov, la compañía estatal ha prescindido también de sus ocho compañeros de brigada. “Al principio intentaron intimidarnos, me llegaron a decir que el KGB [los servicios de seguridad del Estado, que en Bielorrusia conservan su nombre soviético] vendría a por mí. Ahora los compañeros que están en la fábrica siguen recibiendo presiones”, comenta el mecánico, que explica que en la planta de MAZ y otras fábricas controladas por el Estado han pasado de las huelgas abiertas al boicot: cortes de luz, alterar alguna de las máquinas, perder piezas; el sistema se conoce en Bielorrusia como “huelga italiana”. MAZ, que fabrica autobuses urbanos para países como Polonia y una amplia gama de camiones además de otros vehículos, niega problemas en su cadena de producción y remarca que no tiene ninguna información sobre el caso del joven Fedotov o de sus compañeros de equipo.

Donde no han podido reanudarse las funciones es en el prestigioso Teatro Nacional Yanka Kupala, el más antiguo del país, de 9,4 millones de habitantes. El Ministerio de Cultura ha anunciado que la institución permanece cerrada; no habrá representaciones, como mínimo, hasta noviembre. La compañía se ha disuelto después de que más de 70 personas renunciaran en protesta por el despido de su director, Pavel Latushko, que apoyó las movilizaciones contra el fraude electoral iniciadas por el personal del teatro, donde ondeó durante unos días la bandera tradicional bielorrusa blanca-roja-blanca, hoy símbolo de la oposición.

“No podíamos permanecer impasibles ante lo que estaba ocurriendo”, explica contundente la conocida actriz bielorrusa Zoya Belojvostik. Sentada en la terraza del vistoso mirador de teatro la artista explica que la mayoría de actores y técnicos grabaron un vídeo y firmaron una carta abierta contra la violencia policial en la que exigían elecciones transparentes y honestas. Comenta que sabían que podría haber represalias pero que acordaron afrontarlas unidos. Por eso, cuando despidieron a Latushko —hoy, convertido en uno de los líderes de la oposición— y después de tratar de negociar infructuosamente con el ministro de Cultura, empezaron a presentar su carta de dimisión en cascada. “No fue un despido, pero sí se interpreta claramente como si nos estuvieran enseñando la puerta para que nos fuéramos”, dice la actriz, que ha recibido varios premios y medallas estatales.

Acurrucada en un mullido jersey en tonos pastel, la artista, que proviene de una dinastía de actores ligada al Yanka Kupala, en el que también trabajaron su abuelo y su padre y en el que ahora había empezado su hija, se muestra preocupada por el futuro de país tras las represalias del Gobierno. “Pronto no habrá gente decente y respetable en las instituciones de Lukashenko. Con este régimen solo podrán quedarse las ratas y las cucarachas con forma humana”, se lamenta. “Ahora no tememos por nosotros, pero sí tenemos miedo por el pueblo bielorruso. Ya hemos visto que pueden ser golpeados, asesinados, pueden hacer desaparecer a personas”, argumenta, “¿Cómo salir al escenario con esta realidad? Significaría que todo es correcto, cerrar los ojos; y, aunque seamos actores, eso no podemos hacerlo”.


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