El primer ministro italiano, Mario Draghi, acude a una reunión con el presidente de la República, este jueves en Roma.MASSIMO PERCOSSI (EFE)
Mario Draghi sorprendió a todos el martes por la noche con un chiste en la cena de corresponsales. Un enfermo terminal necesita un transplante de corazón y puede elegir entre el de un joven de 25 años o el de un banquero central de 83 años. Ante el estupor del médico, se decanta por el del banquero. “¿Por qué?”, le pregunta incrédulo el doctor. “Porque nunca ha sido usado”. El público estalló en una carcajada. El chiste, especialmente contado por todo un expresidente del Banco Central Europeo (BCE), tenía todavía más gracia. Pero quizá contenía también algunas respuestas a la crisis que estaba a punto de estallar.
La política y la banca comparten de vez en cuando algunos espacios comunes. Su funcionamiento interno, sin embargo, suele ser radicalmente distinto y requiere de distintas emociones: de otro tipo de corazón. Quizá por esas diferencias, Draghi, legendario salvador de la moneda única en su momento más crítico, no ha sido capaz o no ha querido desactivar las pulsiones autodestructivas de los partidos italianos. La culpa directa de la ruptura, si llega a consumarse, será para siempre del Movimiento 5 Estrellas (M5S) y de su líder, Giuseppe Conte. Un partido en descomposición que necesitaba cinco minutos de gloria mediática y parlamentaria para frenar la hemorragia en los sondeos y en sus bancadas (unos 60 parlamentarios huyeron como conejos hace dos semanas cuando Luigi Di Maio, ministro de Exteriores y exlíder grillino, decidió fundar otro partido). La personalidad y manera de entender la gestión de Draghi, sin embargo, explica también algunas cosas.
El órdago del M5S era político, no aritmético. Se trataba de un pulso de poder, en ningún caso rompía definitivamente el Ejecutivo de unidad. Lo advirtieron antes y después del desencuentro parlamentario los grillinos, que intentaron hasta el último minuto llegar a un acuerdo para desvincular la votación de confianza de la del decreto. En última instancia, si el M5S hubiera decidido romper, el Gobierno hubiera podido seguir adelante. Tenía los números suficientes. Pero Draghi advirtió de que si le forzaban a aceptar determinadas condiciones y se ausentaban de la votación de un importante decreto que llevaba incorporada una moción de confianza, daría por terminado el Ejecutivo. “No estoy dispuesto a liderar un Gobierno con otra mayoría parlamentaria”, advirtió el pasado 30 de junio. Fue una decisión política. Pero también algo personal.
Las amenazas no son recomendables en la política italiana. Especialmente si uno está dispuesto a cumplirlas. Y el expresidente del BCE, acostumbrado a otro tipo de estrategias para lograr objetivos, no quiso ceder a las presiones y al chantaje de los grillinos porque consideró, como el resto del país, que eran banales y meros pretextos electoralistas. Y esta vez Draghi, podría decirse que emulando su mejor actuación como banquero, no quiso hacer todo lo que fuera necesario para salvar la legislatura. Una actitud que quizá no terminó de entusiasmar a la presidencia de la República, altamente preocupada por la situación de fragilidad de Italia ante un otoño muy delicado (la guerra de Ucrania, la inflación, los recortes en el suministro de gas…) y por la necesidad de estar a la altura de los compromisos adquiridos con sus socios comunitarios y atlánticos.
Sergio Mattarella, jefe del Estado, no aceptó la dimisión presentada por Draghi. Es más, le pidió al primer ministro que dé cuenta de su postura y de la situación actual en las Cámaras el próximo miércoles (cuando regresará de su viaje a Argelia). Una manera de parlamentarizar una decisión tomada quizá con demasiada ortodoxia que perjudicaría enormemente a Italia. Mattarella, último exponente de la Democracia Cristiana italiana, desempolvó así el manual de aquel sutil modo de hacer política y devolvió la pelota al tejado del primer ministro. Un modo también de ganar tiempo y, quién sabe, si de tratar de armar una nueva mayoría que permita terminar las reformas pactadas con Bruselas.
Más allá de la poca flexibilidad de Draghi, sin embargo, otro personaje se eleva tristemente en la nueva crisis de gobierno que afronta Italia (la tercera en esta legislatura). Giuseppe Conte, dos veces primer ministro y actual jefe del M5S, se ha confirmado como un líder débil incapaz de soportar la presión de sus escasas bases. El hombre que defendió a Italia de la pandemia y que invocó decenas de veces el sentido de Estado y la responsabilidad para frenar los impulsos populistas de la Liga o de los miembros de su partido mientras gobernaba, se ha convertido ahora en el verdugo del Ejecutivo de unidad.
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Conte fue víctima de un golpe parecido en 2019 propiciado por Matteo Salvini, cuando formaba parte de su primer Gobierno. El líder de la Liga tumbó aquel Ejecutivo desde el Papeete, un chiringuito de playa en la costa Adriática con un mojito en la mano. Y aquel decadente aroma político vuelve ahora a invadir el Parlamento italiano, propagado por quien entonces fue víctima de una estrategia puramente electoral y egoísta. La diferencia es que Salvini comenzó ese día su caída libre, que le llevó a perder una 15% de apoyos y el liderazgo de la coalición de derechas. Es posible que para el corazón político de Conte sea solo la puntilla final.
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