La única ventaja de perder una guerra es que no hay que preocuparse por cómo organizar las cosas después. Ganar, en cambio, es más complicado. Los Ejércitos deben estar preparados siempre para vencer la batalla y ganar la guerra… y gestionarlo todo inmediatamente después de la paz. Por lo menos, hasta que los políticos apliquen su plan —si es que lo hay— para poner en orden aquello. O para construir un nuevo orden.
Así sucedió, por ejemplo, en Japón y en Alemania tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Y más recientemente, aconteció igual en Kosovo tras la derrota y retirada del Ejército serbio. Fueron los Ejércitos los que se encargaron casi de inmediato de restaurar las comunicaciones, designar a unas autoridades locales como interlocutores inmediatos con la población y garantizar una reconstrucción mínima de servicios básicos. Luego vino el plan político, que con mayor o menor dificultad y acierto según cada caso puso en pie una nueva estructura estatal. Cuando no hay plan político, la estabilización básica y provisional realizada por los militares dura lo que dura, que suele ser más bien poco. Un buen ejemplo es lo sucedido en Irak entre la invasión y la pretendida estabilización definitiva.
Pero ¿qué se hace con un Ejército preparado para combatir en la más terrible y devastadora de las guerras —y qué se hace con la organización política que lo respalda— cuando resulta que se gana esa guerra simplemente porque el enemigo se esfuma? Palabrería retórica al margen, la OTAN nació como una alianza militar con un objetivo primordial: defender con las armas a Europa occidental de un ataque de la Unión Soviética. Todos eran conscientes que de producirse ese choque tendría unas consecuencias tan devastadoras que dejarían a la Segunda Guerra Mundial a la altura de un pequeño entrenamiento. Y aunque hubo momentos en que no estuvo claro si realmente los Ejércitos de la OTAN podrían frenar a los soviéticos sin apretar el botón nuclear —había quien sostenía que los tanques del Pacto de Varsovia tardarían apenas semanas en llegar a Gibraltar—, sí que se demostró su valor disuasivo. Un poco como el de un cartel de alarma en un domicilio. El caso es que la guerra nunca se produjo y aquel enemigo —o tal vez habría que matizar; aquella amenaza constante— desapareció.
Y la pregunta vuelve a plantearse. ¿Y qué hacemos ahora con una estructura política y militar nacida en una circunstancia concretísima y con un objetivo final aún más concreto? Visto así, lo más lógico podría parecer disolverla. Afortunadamente nadie con poder de decisión lo plantea seriamente. El antiguo enemigo —decir enemigo es políticamente incorrecto— sigue haciendo cosas raras: un día sus cazas sobrevuelan un país báltico, otro sus submarinos aparecen frente a Noruega y un tercero un bombardero nuclear se da una vuelta hasta Bilbao. Esto ha pasado.
La segunda opción es buscar un enemigo. Ya sea antiguo o nuevo. Desde un punto de vista militar es lo más efectivo, pero políticamente es insostenible. Occidente no está en disposición de buscar pelea con ninguna potencia ni su opinión pública —cosas de la democracia— lo aceptaría. Y con razón.
Queda la opción de rediseñar la OTAN en primer lugar en su objetivo político, asignando un claro reparto de papeles a sus socios, identificando y llamando por su nombre a las amenazas reales y preparando la defensa en esos términos de las sociedades que sostienen esos valores. Y luego vienen las cumbres.
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