La palabra que empieza por c


En Lo que no tiene nombre, un libro delicado y bello no solo sobre el duelo sino sobre todas aquellas realidades que carecen de nombre, la escritora colombiana Piedad Bonnett aborda las aristas puntiagudas del dolor, aristas a las que ninguna palabra puede acercarse. En ese caso concreto, Bonnett se centra en el irreparable vacío que deja la muerte de su hijo Daniel, que se suicidó. Ese título, Lo que no tiene nombre, me acompaña desde que lo leí y ayer, cuando volvía a casa, vi a lo lejos un edificio nuevo, acristalado y rodeado de jardines. Parecía uno de esos hoteles con encanto, llenos de luz, en los que siempre es agradable tomarse un café a media tarde. Lo apunté mentalmente y me dije que volvería con tiempo pero luego, al avanzar un poco más, me sorprendí viendo que se trataba de la parte trasera de un tanatorio. Entonces caí en la cuenta de que se trataba de esa esquina por la que evitaba pasar de niña, con sus tiendas de mármoles y lápidas, el letrero en el que antaño se leía “tumbas” o la floristería llena de coronas funerarias y las bandas de “siempre en nuestros corazones”. Pero con los años, incluso los tanatorios han dejado de ser tanatorios. Nuestra gran aspiración sería, supongo, que tampoco nos muriéramos, que pudiéramos esconder las realidades más complejas bajo la alfombra de los eufemismos y los espacios diáfanos, tras ese concepto nórdico tan luminoso pero irritante: hygge.

Existen, además de lo que no tiene nombre, las realidades que no queremos nombrar. Esas palabras mágicas que crean silencios incómodos, carraspeos. Una especie de abracadabra pero al revés: palabras que no abren puertas sino que las cierran. Términos que, después de pronunciarse, son capaces de congelar respiraciones, de detener la cháchara de cualquier mesa. En esas situaciones siempre está el que rápido quiere cambiar de tema. O el que se anima a decir “ahora hay muchos avances”, o “no será nada”, o peor, el que te convence de que a un amigo de su tío abuelo le ocurrió lo mismo y que se salvó, aunque no sepa bien de qué va esa palabra que nadie quiere volver a pronunciar, y vuelve, para cerrar, con un “ahora hay muchos avances”. No sé dónde leí, imagino que en algún folleto de autoayuda, que “la palabra mágica es sí”. Pero yo tengo otra palabra mágica: cáncer.

Estos meses, cuando traspaso las puertas del hospital, acompañando a un familiar que padece un linfoma raro, el vigilante que se encarga del aforo nos pregunta a dónde nos dirigimos. Tengo controlado que si vas a hacer un análisis, a anatomía patológica, a la farmacia, te sonríe y te dice algo. Cuando pronuncias esa otra palabra mágica, quimio, suspira, se queda callado. Te deja pasar. Quimio y cáncer son palabras mágicas especialmente cuando no puedes decir “ahora hay muchos avances” o “al final será una tontería”.

Buscando información sobre linfomas di con un foro de pacientes que relataban todo su proceso, desde el diagnóstico pasando por los autotrasplantes a la curación. Me llamó la atención que uno de ellos, un ciclista canadiense, contara que, al notarle unos ganglios inflamados, su propio médico empezó: “I don’t want to say the c… word, but…” [”no quiero decir la palabra que empieza por c, pero…”]. O sea, la palabra que empieza con c, que me recordó a esos pitidos irritantes que sustituyen las palabras malsonantes en las series y programas americanos. Como si no se notara más el taco por la antinaturalidad del pitido. Como si el cáncer no apareciera si le llamas la palabra que empieza por c.

La farmacéutica del hospital me contó el primer día en que, desorientada, fui a por las mil medicaciones, que los familiares de pacientes con cáncer o trasplantes siempre estaban más perdidos que los de ninguna otra enfermedad. Nadie se atreve a decirte nada y lo más fácil es obviarlo, silenciarlo, o dar consejos facilones. Al salir me dijo “será complicado, pero mucha fuerza”. Y aquella fue la primera vez en que alguien me reconfortó, porque me hablaba de la realidad.

Wittgenstein cerraba su Tractatus diciendo que sobre lo que no se puede hablar hay que callar. Nos pasa con el dolor, que querríamos evitarlo a toda costa, y lo sorteamos con el silencio o con palabras que esconden la realidad, que no aportan nada y solo son moldes huecos con los que llenamos un espacio. Es difícil transitar el dolor, sobre todo el ajeno, porque no podemos imaginárnoslo ni nombrarlo. Al igual que escondemos los tanatorios o los coches fúnebres tras impolutas furgonetas blancas, nos hemos vuelto expertos en infantilizar la enfermedad, en hacerla desaparecer bajo un manto de buenismo y miradas compasivas. Últimamente pienso a menudo en esa palabra muda, acompañar, que no significa decir lo primero que se nos venga a la cabeza ni hacer uso de imaginarios espráis de la alegría. Significa dejar de lado el silencio para decidir ver la realidad, a pesar de que no nos sea cómoda, ni nos guste, a pesar de que no tenga nombre.

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