Una nueva caravana de migrantes ha emprendido su ruta desde Honduras hacia Estados Unidos este miércoles por la noche. En su camino hacia el norte, como ha sucedido desde que se iniciaran las grandes caravanas en 2018, se espera que se sumen otros migrantes salvadoreños, guatemaltecos y cualquiera que no esté dispuesto a transitar el infierno migrante mexicano solo, fuera de los caminos, en las sombras. Llevan mascarillas, pero la covid-19 parece ser la última de las preocupaciones de quienes escapan de las amenazas concretas de muerte. Una masa migrante que avanza hacia el norte y le recuerda al mundo que la violencia y el hambre continúan acechándolos, con o sin pandemia.
La situación ha cambiado mucho desde el último intento de migrar juntos a mediados de enero. La llegada de esa caravana a la frontera sur mexicana y las imágenes de la Guardia Nacional reprimiendo con dureza a quienes trataban de cruzar el río que divide México de Guatemala, lanzó un potente mensaje de que el Gobierno de López Obrador no sería indulgente en su política migratoria. Y, sobre todo, de que las presiones de Estados Unidos y los exabruptos de Donald Trump para que todo el territorio mexicano se convierta en su gran muro del sur, habían surtido efecto. Casi ocho meses después, la política de mano dura sigue siendo la misma, pero los focos y los recursos se han destinado estos meses a paliar los efectos de la pandemia.
Las cifras de migrantes detenidos y deportados estos meses demuestran que la agenda política mexicana no estaba en las fronteras. Entre enero y julio, según los últimos datos disponibles de la Secretaría de Gobernación (Interior) fueron detenidos —aunque los informes oficiales señalan eufemísticamente “presentados”— 43.306 migrantes, en su mayoría hondureños y guatemaltecos y casi todos en Chiapas, el Estado mexicano que colinda con Guatemala. Esto supone casi un 70% menos detenidos que en el mismo periodo del año pasado. También, las cifras de deportaciones que venían triplicándose en los últimos años, han caído: en total en esos siete meses se deportó a 31.722 migrantes. Y se otorgó el refugio —un recurso que muchos comenzaron a solicitar en México dado el bloqueo para continuar hacia el norte y pedirlo en Estados Unidos— a 6.261 personas, la mayoría venezolanos, pero también hondureños (2.083) y de El Salvador (1.010).
La llegada de una nueva caravana migrante ha vuelto a poner el dedo sobre el renglón de una tragedia que no cesa. Los índices de violencia, de pobreza y de ausencia del Estado en los países centroamericanos, especialmente Honduras y El Salvador, se suman ahora a una crisis económica global provocada por la pandemia. La asfixia a la que estaban sometidos sus habitantes que huían se agrava y la forma más segura de escapar parece ser la que idearon —con más éxito desde 2018— con las caravanas.
La estrategia de López Obrador desde que aceptó las peticiones de Estados Unidos para frenar la migración fue desplegar más soldados en las dos fronteras. El año pasado, el presidente estadounidense amenazó a México con imponer aranceles a sus exportaciones si no tomaba serias cartas en el asunto. Y el mandatario mexicano respondió con 15.000 militares, miembros del cuerpo de la Guardia Nacional, en la frontera norte y unos 6.500 en la frontera sur, según concretó el Secretario de Defensa Luis Cresencio Sandoval. Unos agentes que además tenían la capacidad de detener a los migrantes en el límite fronterizo con Estados Unidos, algo muy poco usual hasta ahora, e imágenes como la de una madre con su niña detenidas por la Guardia Nacional mientras cruzaban el Río Bravo dieron la vuelta al mundo.
Además, México firmó un acuerdo con su vecino del norte llamado Remain in Mexico (Quédate en México) por el que en su parte más polémica se comprometía a asumir que los miles de migrantes que esperan sus trámites de asilo en los tribunales estadounidenses permanecieran en México. Incluso cuando en este país no hubieran iniciado ningún proceso migratorio y tampoco cumple con las condiciones del llamado tercer país seguro, según las organizaciones de derechos humanos que criticaron la medida.
Las caravanas parecían haberse desintegrado, pero no el flujo. En 2019, el año en el que la represión contra ellos fue más contundente, fueron detenidos casi 200.000 y deportados unos 150.000. Con el despliegue de la Guardia Nacional y agentes de migración funcionando como un embudo desde el sur, los migrantes se salieron de los caminos transitados, esquivaron los retenes militares por el monte, se volvieron a subir a La Bestia, las mordidas a policías y agentes migratorios se encarecieron, muchos coyotes (personas encargadas de cruzar migrantes) hicieron el agosto. Fuera de las caravanas han estado en definitiva más expuestos al infierno migrante ya conocido: secuestros, violaciones, ejecuciones, trata de personas, asaltos a punta de machete, carne de cañón para el crimen organizado.
Todo apunta a que esta nueva caravana no lo tendrá fácil. La estrategia de pulverizarla comenzará desde que pongan un pie en territorio mexicano. Y más aún con unas elecciones presidenciales de Estados Unidos en menos de un mes. Los bad hombres de Trump, que en su inmensa mayoría son cientos de jóvenes y familias desesperadas por tener una vida, ni siquiera un sueño americano, avanzan de nuevo. Y el reto del Gobierno mexicano se vuelve más complicado estos días, pues además de enfrentar una crisis sanitaria y social por la pandemia, tendrá que asumir las consecuencias de haber aceptado los designios de su vecino del norte.
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