La piscina alegre: hasta Bette Davis sonreía al borde de una piscina

Todo el mundo sonríe al borde de una piscina. Muchas personas, incluso, ríen. Nada de eso se puede decir frente al mar, tan ingobernable, tan violento. Un paseo por su orilla invita a la reflexión: “¿Cómo será este invierno?” o “Me arrepiento de mi divorcio”. En cambio, junto a una piscina no hay ni pasado ni futuro: todo es presente. Solo hay que agudizar el oído cuando pasamos en verano cerca de una de esas que salpican el Mediterráneo: se oyen risas, jolgorio. Junto al mar solo se oye al mar.

La piscina está siendo fetichizada como nunca antes y debe ser porque es jubilosa y fácil y los tiempos no lo son. Una piscina es una construcción concebida para generar bienestar. Es un invento de las sociedades desarrolladas que lanza un mensaje fácil de comprender: “Estoy aquí para hacerte feliz”; eso es así en Oaxaca y en Benidorm. Esta seguridad en sí misma la hace fuerte y ha permitido que se consolide como arquitectura de felicidad. Alain de Bottom se pregunta en el libro al que robamos la expresión si los edificios pueden hacer a las personas felices o desgraciadas. Cualquiera que haya visto The White Lotus, la serie de HBO, conoce la respuesta. La piscina del resort está en las antípodas de una piscina alegre. En torno a ella hay silencio, tensión y pensamientos turbios. Esta serie de piscinas la cerramos con piscinas que no son como las de The White Lotus.

La actriz Bette Davis, en el trampolín de su piscina en 1937.
La actriz Bette Davis, en el trampolín de su piscina en 1937.Cordon press

Este es un homenaje a las piscinas alegres, esas que concentran saltos a lo bomba (cada vez más prohibidos), niños dando brazadas ante sus abuelos, risas tontas, aunque la risa nunca lo es, y mucha ligereza. La piscina es un territorio de ingravidez, en el que todo pesa menos; es como viajar al espacio con la ventaja de que no hay necesidad de ser Jeff Bezos ni Elon Musk. Esta es también una defensa de la piscina multitudinaria, esa que reúne a muchas personas queriendo pasar un buen rato, a muchos cuerpos arañando rayos de sol, persiguiendo el descanso y el olvido. Robert Capa fotografió, y en color, una situación así en Budapest. Aquel día de posguerra de 1948, en la piscina del Hotel Gellért había mucha gente queriendo sacudirse la guerra; él sacó la cámara y nos dejó una serie de fotos que nos confirman que las personas hemos cambiado poco. La energía que se concentra en torno a una piscina pública o municipal es potente: ahí hay seducción, calor, músculos, ocio, cotilleo. Solo hay que pasarse cualquier fin de semana por la Piscina de la Complutense de Madrid, esa piscina pública-no pública a la que no pueden entrar niños.

Pobres niños. Muchos hoteles con piscina los desprecian, olvidando que son grandes proveedores de felicidad. Toda piscina con niños es una piscina alegre. Qué importa que salten o jueguen a Marco Polo; quizás molestan porque nos recuerdan que nosotros no lo hacemos. Los hoteles veraniegos con su piscina como altar central son lugares de jarana intergeneracional. En Craveiral, en el Alentejo, los niños y sus padres pasan rozando el bordillo montados en bicicleta, parece que se van a caer al agua y da la sensación de que se reirían si lo hicieran. Así es la energía que irradia esa piscina. Otra que convoca una alegría genuina es la de Cañaveral de León. Este pueblo de Huelva tiene una plaza que en verano se convierte en una piscina alimentada por los manantiales cercanos. Hay pocos ejemplos así, en los que la piscina invade la ciudad. Qué lástima. La piscina familiar, la del pueblo, la del hotel de tres estrellas y los parques acuáticos, son una máquina de generar buenos recuerdos y qué son sino eso las vacaciones. Qué es si no la vida.

La piscina alegre es finita. Hablemos del infinito. La piscina feliz tiene límites, no quiere competir con la naturaleza. De Bottom escribe: “Damos la bienvenida a los entornos creados por el hombre que nos garantizan una sensación de orden y previsibilidad en el cual podemos confiar para descansar nuestras mentes”. No sabemos dónde empieza y termina una piscina infinita y eso altera y hace trabajar a la cabeza y la alegría es descansada. Se data su nacimiento en 1957, en Silvertop, la casa que John Lautner construyó en 1957 en Los Ángeles, y desde entonces se recurre a ellas cuando se quiere transmitir sensación de drama. Tienen dentro una tensión (son difíciles de construir) y una autoconciencia en la que no caben carcajadas. Las piscinas de Hanging Gardens of Bali o la de Isabel Goldsmith en su resort de Las Alamandas son inolvidables, pero no joviales. Una piscina infinita quizás sea más fotogénica que una rectangular, pero la felicidad no siempre lo es porque es arrebatada y despeinada como la imagen de Audrey Hepburn agarrada a un bordillo con el pelo revuelto sacando la lengua. No apetece sacar la lengua en una piscina infinita.

Piscina infinita de la casa rural Craveiral Farmhouse en São Teotónio (Portugal).
Piscina infinita de la casa rural Craveiral Farmhouse en São Teotónio (Portugal).

A veces la felicidad es una puesta en escena. Una piscina se asocia a la frescura y al bienestar; de ahí que toda gran estrella del siglo XX tenga su foto promocional en una piscina igual que en Navidad la tienen delante del árbol. Marilyn Monroe fue fotografiada numerosas veces en una piscina. La última sesión de fotos de su vida fue en una de ellas. Por aquella época, en 1962, Marilyn pensaba que merecía más prestigio y caché de los que recibía, así que se le ocurrió una idea para captar la atención de la Fox. Ella propuso a Lawrence Schiller una sesión en una piscina en la que entraría en el agua en traje de baño y saldría sin él. Sabemos que poco tiempo después la actriz murió, así que su sonrisa en la foto es de una alegría forzada, una casi alegría. Los publicistas saben también que una piscina se presta a la broma: los Beatles terminaron en el agua en una sesión mítica que les hizo John Loengard en Miami Beach. También al juego y al guiño infantil: a Rita Hayworth la hacían posar con un flotador, a veces en forma de caballito o a veces con su nombre escrito. Las parejas de Hollywood eran más parejas si compartían tumbona y risas, como lo hicieron Steve McQueen y Neila Adams. Hasta Bette Davis lo hacía sentada en un trampolín. Hasta Bette Davis. Orquestadas o no las sonrisas estaban ahí, no importa si eran falsas, los norteamericanos son quienes llevan a gala el “Fake it until you get it”.

La piscina alegre no es terapéutica, diva, ni demasiado consciente y ni falta que le hace. Ella sola justifica el verano.


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