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La política del nacionalismo español


Parece claro que, desde hace años, España atraviesa un cambio cultural importante. La manera de entender la nación española y de sentirse español es distinta a la de las dos primeras décadas de democracia. Los indicios de este cambio están por todas partes. Es difícil ordenarlos o presentarlos sistemáticamente. Tampoco es sencillo reconstruir su génesis y evolución.

Baste observar la proliferación de enseñas nacionales en pulseras, prendas de ropa, mascarillas, collares de perro y balcones; el éxito de novelas históricas y libros de historia sobre el Imperio español y las grandes gestas protagonizadas por españoles a lo largo de los siglos; o la fijación con la Leyenda Negra y el empeño en derrotarla. Ha vuelto, con ropajes nuevos, la idea de que los extranjeros no nos entienden o incluso tienen un prejuicio contra nosotros. El referente originario de la nación española ya no es la Transición, la Guerra de Independencia o las Cortes de Cádiz; ha retrocedido a un pasado más lejano, al Imperio, a Hernán Cortés o a Blas de Lezo. Por eso Pablo Casado dijo aquello de que la Hispanidad “es probablemente la etapa más brillante, no de España, sino del hombre, junto con el Imperio romano” e Isabel Díaz Ayuso afirmó, en crítica abierta a las palabras de el Papa, que el legado de España consistió en “llevar precisamente el español, y a través de las misiones, el catolicismo y, por tanto, la civilización y la libertad al continente americano”. Hay también una reivindicación orgullosa del casticismo español, de nuestras tradiciones y nuestra manera de vivir, que se ven amenazadas por los nacionalismos periféricos y por unas izquierdas que se avergüenzan de ser españolas. Lo español se asocia a una autenticidad vital, frente a una izquierda que quiere cambiar nuestras costumbres (ya sea mediante el lenguaje inclusivo, la dieta sostenible o la defensa de los animales).

Sería una simpleza considerar que nos enfrentamos al españolismo rancio del nacionalcatolicismo. Se trata de un artefacto más complejo y adaptado a los tiempos. De hecho, este nacionalismo incorpora a su núcleo ideológico la España constitucional, que opone a los proyectos de los nacionalismos periféricos, concebidos como antidemocráticos, supremacistas o etnicistas. El supuesto que opera es que sólo España puede constituirse como democracia liberal; el proyecto nacional de catalanes y vascos no puede ser democrático porque se opone a la nación española, que es democrática desde 1978, y porque rompe el principio de que todos los españoles somos iguales. De ahí que Vox tenga la desfachatez de presentarse como un partido “constitucionalista” (pretendiendo prohibir los partidos nacionalistas que ponen en peligro la nación española). Y de ahí también la facilidad con la que los autodenominados “constitucionalistas” que se forjaron en la lucha contra el terrorismo de ETA hayan acabado en posiciones reaccionarias en su centralismo y afirmación de la unicidad de la nación española.

Aunque Vox es su manifestación más espectacular y preocupante, quien mejor ha sabido capitalizar y explotar políticamente este nacionalismo es Isabel Díaz Ayuso. Ha eliminado el componente clasista o elitista de la derecha “pija” y ha conseguido introducir en la defensa de España la libertad popular de salir de bares y la diversión, frente a los “progres”, caricaturizados como cenizos, intervencionistas y paternalistas. La presidenta de la comunidad presenta Madrid como el bastión de los valores liberales frente a las amenazas que se ciernen sobre el país. Madrid, que “es España dentro de España”, se convierte así en la resistencia última a los enemigos de la patria, a la anti-España.

La capacidad succionadora de este nuevo nacionalismo es enorme. No sólo absorbe la Constitución de 1978, sino que quien entra en su marco de valores acaba fijando posiciones en los temas más dispares, el medioambiente, los derechos civiles, la memoria histórica, el modelo educativo o las medidas sanitarias en la pandemia.

Las izquierdas no parecen haber comprendido del todo la potencia política de este nuevo nacionalismo español. No se trata solo de guerras culturales libradas en las redes sociales y en las tertulias televisivas. Este nacionalismo impregna la mentalidad de muchos ciudadanos y acaba teniendo consecuencias políticas de todo tipo. En este sentido, el análisis de los datos de opinión pública a lo largo del tiempo muestra que ha habido un cambio gradual y muy relevante en la cultura política de los españoles. En los años noventa del siglo pasado, la asociación entre la posición ideológica del ciudadano y su grado de españolismo era más bien débil. Se podía ser de izquierdas y sentirse plenamente español, o ser de derechas y tener una identidad regional o nacional fuerte. Eso ha cambiado notablemente.

El españolismo suele medirse a través de una pregunta de encuesta en la que se pide al entrevistado que declare si se siente solamente español, más español que de su comunidad autónoma, tan español como de su comunidad autónoma, más de la comunidad autónoma que español o sólo de la comunidad autónoma. Pues bien, el análisis de las respuestas ciudadanas a esta pregunta muestra que, con el paso del tiempo, las diferencias ideológicas entre la izquierda y la derecha se han ido acoplando a las diferencias en la identidad nacional. En la actualidad la gente de derechas muestra un españolismo más acusado y al revés. Con otras palabras, es posible adivinar la posición ideológica conociendo la identidad nacional.

Hasta tal punto es así que, si agregamos las opiniones ciudadanas por comunidad autónoma, aparece una fuerte relación entre ideología y españolismo. Cuanto más españolista es un territorio autonómico, mayor ventaja obtiene la derecha sobre la izquierda. Uno de los factores principales que explica la creciente derechización de regiones como Andalucía, Castilla-La Mancha o Madrid es la mutación del españolismo. En la actualidad, la ideología en términos de izquierda/derecha y el nacionalismo español se refuerzan mutuamente, cosa que antes no sucedía, o al menos no sucedía de forma tan clara. La competición política entre las derechas y las izquierdas es hoy también una batalla sobre lo que significa ser español y sobre las razones para sentirse orgulloso de serlo.

Este mayor acoplamiento entre ideología y nacionalismo crece lentamente a lo largo del siglo y estalla con la crisis constitucional catalana en 2017. Al cuestionamiento de la nación española por parte del independentismo catalán sigue una reacción de orgullo herido que culmina con el despegue electoral de Vox, primero en las elecciones andaluzas de 2018 y luego en las dos generales de 2019. A partir de ese momento, se extiende una forma “desacomplejada” de ser español (analizada con maestría por Pablo Batalla en su libro Los nuevos odres del nacionalismo español) que alimenta todas las polémicas culturales que ha protagonizado el Gobierno de coalición. Se nutre del independentismo catalán y el radicalismo ideológico de Unidas Podemos para lanzar su discurso excluyente de defensa de una España en la que no hay sitio para separatistas y comunistas.

Las izquierdas, en mi opinión, no han encontrado un registro adecuado y eficaz para hacer frente a esta ofensiva cultural. Tienen la ventaja de estar en el Gobierno y manejar el presupuesto, pero es difícil saber si una hoja de servicios en condiciones será suficiente para resistir el nuevo nacionalismo de las derechas españolas.

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