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La primavera de Britney Spears


Cantó Britney Spears hace ya 21 años: “Perdida en una imagen, en un sueño, pero no hay nadie allí para despertarla. El mundo sigue girando y ella sigue ganando, pero ojo, ¿qué ocurrirá cuando pare?”. Lo más inquietante del secuestro legal y televisado durante 13 años de la estrella de pop más famosa del mundo no es que tuviese lugar mientras todos mirábamos, sino que ella cantó premonitoriamente sobre el asunto. Spears no escribió esa canción, socarronamente titulada Lucky (“Afortunada”). Apenas escribió ninguno de sus éxitos más recordados, pero su vida era tan pública, su figura tan icónica y su historia tan moldeable que le componían pop comercial de autor, le escribían su vida en verso. Cuando al principio de su carrera los críticos dijeron de Britney que era un producto manufacturado, no se imaginaban hasta qué punto tenían razón. Ella no solo prestó su voz distorsionada como un elemento más de la compleja composición de sus temas para abrir camino al pop sobreproducido que hoy reina en la radio; también prestó su cuerpo, su imagen, su alma, su existencia entera. Todo era parte de un espectáculo dirigido desde las sombras, según ella, por algunos miembros de su familia comandados por su padre, Jamie Spears, desde ya uno de los grandes villanos de la historia del pop.

Los sucesos ya se conocen, pero resumamos para obtener perspectiva: tras lograr un éxito planetario que la hizo famosa y multimillonaria pero la privó de tener infancia y adolescencia, una Britney veinteañera (y ya madre de dos hijos) se suelta el pelo, se toma un descanso y se presta a la juerga nocturna. Nada que no haya hecho cualquier persona, solo que ella lo hizo mientras el mundo entero observaba. Todo terminó con una hospitalización debido a problemas mentales en 2008, cuya verdadera naturaleza nunca se ha desvelado. Era fácil concluir, de forma prejuiciosa, que la juerga y los abusos la habían llevado hasta allí, si bien ya en las pruebas de drogas y alcohol a las que se sometió en ese primer ingreso arrojaron un resultado negativo. Solo hoy, cuando se habla sin tapujos y con seriedad de los asuntos de salud mental, cabe preguntarse si no era la respuesta de una persona que a los cinco años debutaba en un escenario, a los 11 presentaba el programa de televisión The Mickey Mouse Club y a los 16 se convertía en una cantante famosa en el mundo entero. Una persona que, nacida en un entorno moralista y religioso, fue vendida como una joven virginal y llena de virtud que, a la vez, debía enseñar toda la carne que fuese necesaria para atraer miradas. Ridiculizada por virgen y vilipendiada por puta, Britney apenas tenía 20 años cuando los medios se cebaban con ella.

Todo esto llevó a la crisis personal más comentada de 2007. El mundo entero pensó que Britney iba a morir. La tildamos de loca. Algunas webs infames invitaron a apostar sobre la fecha de su muerte. Se podía ganar una PlayStation 3. Cuando Britney fue ingresada en un psiquiátrico en enero de 2008, su padre Jamie se hizo cargo de sus finanzas y su vida mediante una tutela con la que controlaba todos los aspectos de su existencia. Ella volvió a los escenarios ese mismo año, con un nuevo y exitoso disco. Todos pensamos que aquel era el final feliz que esperábamos, pero algo iba mal. Aquella no era Britney. La que había sido una bailarina virtuosa que ejecutaba las coreografías más complejas sin despeinarse se movía, de repente, con robotizada desgana, mostraba los ojos más tristes del mundo y en sus entrevistas, custodiadas de forma casi militar, parecía dar tristemente la razón a los que la habían tildado de rubia sin muchas luces. Britney, a la que habíamos conocido alegre, educada pero a menudo ácida, con un fresco y seductor sentido del humor de chica sureña, ya no estaba allí.

Entre 2008 y 2019, supuestamente incapacitada y demente como atestiguan los documentos judiciales que justifican la tutela, graba cuatro discos, emprende cuatro giras mundiales y 248 espectáculos en Las Vegas. Aunque su brillo ya no estuviese allí, Britney resucita el viejo “no canta, no baila, pero no se la pierdan”. En enero de 2019 explota la burbuja: cuando Britney cancela su inminente nuevo espectáculo de Las Vegas y es ingresada de nuevo en un psiquiátrico, las voces empiezan a alzarse a favor de la artista. Diversos documentales, papeleo legal filtrado a la prensa, declaraciones de amigos y bailarines y una extraña cuenta de Instagram en la que la artista parece querer pedir ayuda sin pedirla directamente (porque no puede) hacen el resto. Tras meses de lucha en los tribunales y años del activismo de sus seguidores, Britney consigue la libertad.

Los detalles que se conocieron después eran de pesadilla kafkiana: una vida supuestamente de ensueño en una gran mansión pero sin libertades básicas (no tenía permitido conducir y no le dejaban quitarse el DIU para quedarse embarazada, como deseaba), con sus conversaciones vigiladas y sin acceso a su propio dinero. Britney ha contado mucho en su Instagram una vez libre. Su cuenta, que al principio era puro naíf mercadotécnico y se tornó en 2020 en auténtico David Lynch, es hoy un vórtice confesional donde se muestra feliz por ser libre, pero también ajusta cuentas con los que se la jugaron en el pasado: su padre, su hermana, artistas que (según ella) no la apoyaron y periodistas que le hicieron preguntas crueles. Lo más conmovedor y terrorífico tuvo lugar cuando mostró su enorme alegría por haberse podido comprar… un iPad. Britney, con una fortuna estimada en 52 millones de dólares (unos 46 millones de euros), solo pudo comprarse algo con libertad a los 39. Acaba de cumplir 40. Afirma que no quiere volver al mundo de la música. Cómo no entenderla. También que se va a casar con su novio, Sam Asghari. Que tal vez cuente todo lo que le ha hecho su familia en una entrevista televisada, como ya hicieron Meghan Markle y Enrique con Oprah Winfrey.

Los que iniciaron este movimiento para liberar a una esclava del siglo XXI fueron, paradójicamente, aquellos mismos niños a los que ella se suponía que corrompía al enseñar el ombligo en sus videoclips. Cuando crecieron, alzaron su voz contra una injusticia y liberaron a la artista. “¡El sueño de la razón produce monstruos!”, exclamábamos al ver a aquella joven bailar seductoramente que afirmaba ser virgen. Los produjo, sí, pero éramos nosotros.




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