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La real corrupción


En el año 2014 salió a la luz la fortuna que Jordi Pujol tenía oculta en el extranjero. El descubrimiento forzó una revisión radical no solo de la figura más reverenciada del nacionalismo catalán, sino también del propio proyecto político que Pujol encarnó. Que el escándalo se destapara en 2014, cuando el procés entraba en fase de recalentamiento agudo, contribuyó a la dureza de los análisis que se ofrecieron. Hubo ajustes de cuentas con quienes habían defendido en el pasado a Pujol y críticas demoledoras al nacionalismo catalán. En la prensa se publicaron tribunas severas no sólo con Pujol, sino con un “régimen”, según algunos dijeron, fundado sobre la doblez y la corrupción de su líder máximo. Como era lógico, se aprovechó para desenterrar el “pecado original” de Pujol, el escándalo de Banca Catalana surgido a mediados de los años ochenta del siglo pasado. Toda esa putrefacción acabó magistralmente retratada en El hijo del chófer de Jordi Amat, quizá el relato más desmitificador sobre la construcción del nacionalismo catalán durante los primeros años de la democracia.

El año 2014, por lo demás, fue rico en acontecimientos. Además del escándalo de Pujol, la dimisión de Alfredo Pérez Rubalcaba y el surgimiento de Podemos, se produjo la abdicación sorpresiva del rey Juan Carlos I. Aunque ya entonces había abundante información sobre el monarca y su conducta irregular, la mayoría de los análisis y valoraciones que se publicaron en los medios sobre la trayectoria del rey fueron extremadamente laudatorios. En un ejercicio de propaganda y confusión, fueron muchas las firmas que consideraron inseparable la monarquía de Juan Carlos I de los avances indudables del país (modernización, integración europea, consolidación democrática, etc.). “Los mejores cuarenta años de nuestra historia”, que sin duda los eran, constituían, desde este curioso punto de vista, el legado de su reinado, como si en una monarquía parlamentaria los avances de un país pudieran atribuirse al jefe del Estado. Juan Luis Cebrián, en las páginas de este periódico, puso nota a la gestión de Juan Carlos I: sobresaliente cum laude.

Aquellos ditirambos no han resistido bien el paso del tiempo. Muchas de las sospechas sobre el lado oscuro de la monarquía se han ido confirmando (en muchos aspectos, se quedaron cortas). Más allá de que las informaciones se puedan sustanciar o no jurídicamente en delitos relacionados con la corrupción económica, nadie puede negar a estas alturas, tras los informes que ha hecho públicos la Fiscalía hace unos días, que Juan Carlos I ha tenido un comportamiento inaceptable. Como mínimo, ha defraudado sumas desorbitadas de dinero a la Hacienda española. Ya sea por la prescripción de los delitos o por la impunidad de la que goza el Rey, es prácticamente imposible que se juzgue a Juan Carlos I. Ahora bien, los hechos son lo suficientemente claros y explícitos como para que podamos formarnos una valoración de su trayectoria.

Si los escándalos de Pujol (que no se han traducido aún en una condena judicial) fueron, por buenas razones, motivo para cuestionar su integridad personal y el propio fundamento del nacionalismo catalán, ¿qué debemos concluir entonces sobre los hechos que hemos conocido acerca de los tejemanejes financieros del ex jefe del Estado? ¿Hasta qué punto debemos revisar el relato sobre nuestra historia democrática si en la cúpula del Estado sucedían estas cosas?

Atendiendo a lo que se ha escrito en estos últimos tiempos, se advierten dos líneas defensivas. La primera considera que lo que se ha ido sabiendo no son más que pecadillos que no revisten demasiada importancia a la luz de la contribución de Juan Carlos I a la democracia. La segunda adopta una actitud ofendida, de reproche a la persona de Juan Carlos de Borbón, quien habría traicionado la confianza de tantos juancarlistas de buena fe. De hecho, se ha asumido que para preservar la monarquía hay que criticar sin ambages la conducta impropia del rey emérito a fin de proteger a la institución (y a quien hoy la encarna, Felipe VI) de la onda expansiva de los escándalos múltiples que se han ido conociendo.

¡Qué contraste con las denuncias (justificadas y necesarias) de la corrupción pujolista! Las dos defensas del rey emérito son endebles. En cuanto a la primera, no hay duda de que el rey apostó por la democracia tras la muerte de Franco. Pero tal cosa no puede servir para disculpar al jefe del Estado por haber defraudado a la Hacienda española grandes cantidades de dinero que circulaban por paraísos fiscales.

Conviene recordar que la apuesta democrática del rey en 1975 no implica que sin el rey no hubiese llegado la democracia a España. Nuestro país, por su nivel de desarrollo económico y por ser la última dictadura de Europa occidental, estaba maduro para ser una democracia. Se recorrió la vía del continuismo legal (“de la ley a la ley”) porque era la única forma de que un rey nombrado por Franco, que había jurado “hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional”, pudiese sobrevivir a un cambio de régimen político. Eso tuvo sus ventajas, pero también sus inconvenientes (supervivencia de las élites franquistas, ausencia de renovación en los aparatos del Estado, olvido de las víctimas del franquismo). La democracia, sin embargo, podía haber llegado de otras maneras. En cualquier caso, incluso si aplicásemos a nuestra Transición el refrán de que “bien está lo que bien acaba”, dando por buena la tesis de que no había alternativa, sentaríamos un precedente terrible para el sistema democrático y la ética pública justificando las prácticas oscuras del monarca por su servicio a la nación.

Por lo que respecta a la segunda argumentación, la que dice que todo esto es solo una cuestión de carácter, debe señalarse que pasa por alto lo que significa que el rey emérito haya abusado del poder para enriquecerse durante su reinado. Dicho enriquecimiento es el síntoma más agudo de la podredumbre de la política española, pues la condición de posibilidad de que el rey pudiera comportarse así es que las élites políticas miraran para otro lado, los responsables de los grandes medios de comunicación impusieran un pacto de silencio y jueces y fiscales no quisieran darse por enterados. A lo largo de estos últimos años, las élites políticas, mediáticas y judiciales españolas han reaccionado cuando han aparecido noticias escandalosas en la prensa extranjera o se han iniciado pesquisas judiciales en otros países, y siempre lo han hecho con la intención no de mejorar y limpiar el sistema, sino de amortiguar cuanto fuese posible el alcance de las revelaciones.

¿Qué democracia hemos construido que ha permitido esta vasta colusión entre élites destinada a tapar las vergüenzas de la monarquía? ¿Qué miedos tienen dichas élites para no atreverse a tocar nada relativo a la corona? ¿O para rechazar cualquier iniciativa parlamentaria que trate de arrojar un poco de luz y sacar consecuencias? Resulta inevitable sospechar que una de las causas de la ausencia de reformas institucionales durante los últimos 15 años es, precisamente, el temor de que se pueda abrir un debate abierto sobre la monarquía y su papel en una democracia. Vaya lastre más pesado.

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