El viaje al fin de la noche que Estados Unidos, y Occidente, han sufrido con Donald Trump como gran timonel ha concluido. Cuatro años de degeneración democrática, de mentiras sistemáticas, de aliento de los peores instintos humanos y de administración incompetente terminan. El legado que dejan es división, desconfianza, rencor. La llegada de Joe Biden a la Casa Blanca como 46º presidente de EE UU alumbra un nuevo día y abundan los motivos para celebrarlo. No hay, sin embargo, ninguna garantía de que este sea largo y soleado. Pesa sobre los hombros de este político de 78 años, sin especial carisma y de instintos pragmáticos y moderados, la hercúlea tarea de lograrlo en un mandato presidencial que se presenta como el más complejo desde la Segunda Guerra Mundial. EE UU y Occidente necesitan que tenga éxito para neutralizar la amenaza de declive que se ciñe sobre ellos.
Biden afronta tres órdenes de desafíos extraordinarios. El primero e inmediato es el flagelo pandémico, en sus vertientes sanitarias (ya 400.000 muertos registrados) y económicas (unos nueve millones de empleados menos que en febrero). El segundo y subyacente es la enfermedad de la democracia estadounidense, con la grave división de su sociedad y las debilidades que ha expuesto el trumpismo (entre ellas, la disolución cual azucarillo de la espina dorsal de un partido como el republicano al dictado del magnate populista y el terrible papel de las redes sociales y algunos medios). El tercero y exterior es el imparable ascenso de China y la correspondiente erosión de la prominencia de EE UU y Occidente.
La tarea es ímproba; el éxito, si no improbable, cuando menos muy difícil. Pero, de entrada, algunos elementos apuntan en una dirección esperanzadora: las primeras palabras y gestos del nuevo mandatario muestran una precisa comprensión de los problemas y de que su calado no admite respuestas tibias; el equipo gubernamental exhibe notable solidez; el control por parte de los demócratas de ambas Cámaras, aunque sea por la mínima, facilita la tarea legislativa.
Tres palabras destacaron en el discurso inaugural de Biden: unidad, verdad, democracia. Su significado: recoser el desgarro que ha sufrido la sociedad estadounidense, desterrar el virus de la manipulación de los hechos que impide los consensos y, en definitiva, restaurar el vigor de una democracia bajo asedio, como demostraba físicamente una toma de posesión celebrada con medidas de seguridad excepcionales. El discurso, además, y los primeros gestos apuntaron a una justa voluntad de atrevimiento para buscar soluciones extraordinarias para tiempos que también lo son.
La moderación es una actitud del espíritu que no significa cobardía; el pragmatismo no es sinónimo de titubeo o debilidad; la falta de carisma no equivale a incapacidad para construir. En sus primeros compases, Biden lanza una amplia ofensiva de desmontaje de los aspectos más brutales de la presidencia de Trump vía órdenes ejecutivas; impulsa un nuevo enorme plan de apoyo a la economía por valor de 1,9 billones de dólares, que se suma a los anteriores en un despliegue público apabullante; prepara una vigorosa transición ecológica y la reincorporación sin titubeos de EE UU en el orden internacional, del que fue el principal creador y, posiblemente, beneficiario. Todo ello va en la buena dirección.
El equipo que le respaldará en esta tarea es prometedor, con figuras de gran solvencia (Janet Yellen para el Tesoro, John Kerry para el clima, Antony Blinken para Exteriores o la propia vicepresidenta, Kamala Harris) y mucha diversidad. Falta frescura y novedad, pero abunda la experiencia. La conquista in extremis del Senado abre un estrecho paso a la aprobación de medidas legislativas, aunque será necesario mantener unido un Partido Demócrata con distintas almas.
En clave externa, su Administración tendrá que gestionar el vertiginoso ascenso chino, que cada año reduce el margen de la ventaja económica, militar y tecnológica de la que goza Washington. Esta rivalidad tiene riesgos de convertirse en una nueva guerra fría. En ese marco, Biden tendrá que buscar el equilibrio entre mantener el pulso pero no incendiar conflictos y la responsabilidad, como primus inter pares, de promover una realineación del grupo de las democracias liberales, muy deshilachado en los años de Trump. Estas comparten valores, pero no siempre intereses. Todas ellas deben calcular bien el coste de guiarse más por los segundos que por los primeros. El cambio de Washington coincide, a este lado del Atlántico, con la próxima salida de escena de Angela Merkel, principal líder europea en el siglo XXI.
Lo fundamental es no olvidar que Trump no es un tumor de la democracia ya extirpado. Es un síntoma. El descontento ciudadano que subyace a su auge; los medios digitales e informativos que lo permitieron; la actitud lacaya de parte del estamento político… todo sigue ahí. Las democracias son frágiles, recordó Biden. No vale solo para EE UU. Con la salida de Trump, la monstruosa medusa no está decapitada. Sigue por tanto teniendo capacidad de petrificar a quienes fijan su mirada en sus ojos. “Volveremos, de alguna manera”, advirtió ayer en su despedida. El magnate era solo la más visible de las serpientes que tiene Medusa por cabello. Occidente debe emprender una reconstrucción, rumbo a una política más eficaz y un capitalismo más inclusivo. El nuevo día de Biden es la oportunidad.
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