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La redención de López Obrador con la captura del hijo del Chapo Guzmán

EL PAÍS

El presidente Andrés Manuel López Obrador suele decir que la política es una cuestión de tiempo. De paciencia y templanza; de ver más allá del futuro inmediato, hacia los terrenos de la historia. También ha dicho que lo peor que puede pasarle a un político es hacer el ridículo. En 2019, tras el operativo en el que su Gobierno intentó detener por primera vez a Ovidio Guzmán, López Obrador dijo que fue él quien dio la instrucción de poner en libertad al hijo del narcotraficante Joaquín El Chapo Guzmán para evitar que los sicarios del Cartel de Sinaloa cometieran una masacre civil en represalia. El episodio fue bautizado como el Culiacanazo y significó una de las peores crisis de su Administración, que cumplía apenas un año en el poder. El mandatario aguantó estoico las críticas a su decisión, que él siempre defendió en nombre del bien superior de proteger a los ciudadanos. “Si hicimos bien o hicimos mal, ya la historia lo dirá”, decía. Tres años después, López Obrador metió freno al tren de la historia en un intento por no ser recordado como el presidente que se rindió ante el poder del narco.

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El mandatario ha sostenido que el de la violencia es un problema heredado de los Gobiernos anteriores y que el imperio de El Chapo Guzmán creció durante las Administraciones del PRI y el PAN. “Todo lo cual, como es obvio, ya existía y nos tocó de herencia, como si se tratara de calarnos y ver si somos capaces de enfrentar uno de los grandes y graves problemas nacionales de nuestro tiempo”, anotó en A la mitad del camino, un libro autocrítico publicado en 2021, precisamente a mediados de su gestión como mandatario. Pese a la adversidad del reto, López Obrador veía en el fenómeno del narco una “gran oportunidad” para poner a prueba la efectividad de su convicción de que “no se debe combatir la violencia con más violencia”. Sin embargo, el operativo del 17 de octubre de 2019 en Culiacán fue visto como el fracaso de esa creencia convertida en una política pública de no enfrentar directamente a los cárteles. “No puede valer más la captura de un delincuente que la vida de las personas”, justificó el mandatario al día siguiente.

El Culiacanazo puso en evidencia con estremecedora claridad la descoordinación de las fuerzas de seguridad federales en el combate al crimen organizado y el desamparo en el que quedaba la población. Si el Estado no podía hacer frente a un cartel, ¿quién, entonces? El lugar del vacío gubernamental de aquel jueves negro de octubre fue ocupado por las quemas de autos, los narcobloqueos, las balaceras y los incendios, los levantones, la gente tirada en el suelo protegiendo a sus hijos llorando. Lo que López Obrador llamó la “convicción humanista” de su Gobierno era, a ojos del mundo, la rendición de un Estado desorganizado ante una poderosísima institución criminal. El diario estadounidense The New York Times publicó que la liberación de Ovidio Guzmán había significado una “humillación” a la Administración de López Obrador.

El presidente reveló que dos días después del fallido operativo el entonces mandatario de Estados Unidos, Donald Trump, le ofreció colaborar con refuerzos militares para hacer frente al narco, insinuando la debilidad de las instituciones de seguridad mexicanas. EE UU había solicitado la extradición de Ovidio Guzmán desde un mes antes, por lo que su captura era un asunto de seguridad interior de gran relevancia para el vecino del norte. Trump volvió a hacer la oferta de apoyo militar semanas después, tras el asesinato en Bavispe, Sonora, de tres mujeres y seis niños de familias con nacionalidad estadounidense. En ambos casos, López Obrador rechazó el ofrecimiento. “Mi respuesta consistió en agradecer la ayuda y expresar nuestra decisión de resolver esos casos con nuestras corporaciones de seguridad, como se ha venido haciendo, sin que prevalezca la impunidad para nadie”, escribió en su libro.

El fantasma del Culiacanazo acosaba a su Administración como una derrota y una sumisión. El fiasco del operativo fue el origen de las especulaciones entre políticos de la oposición e intelectuales críticos de que el Gobierno tenía un pacto con los cárteles, especialmente con el de Sinaloa. A la liberación de Ovidio se sumaron la visita del presidente a la madre del Chapo Guzmán en marzo de 2020 y los favores que hizo a familiares del narcotraficante para que lo visitaran en Estados Unidos, donde está preso tras ser condenado a cadena perpetua por tráfico de drogas y asesinato. En las elecciones de 2021, cuando se renovó la gubernatura de Sinaloa —el bastión del cártel de El Chapo—, hubo acusaciones de que el crimen organizado intervino para propiciar el triunfo de Rubén Rocha, de Morena, el partido del presidente. Durante la jornada electoral, sujetos armados secuestraron a operadores electorales y robaron material de votación en Culiacán, Badiraguato y Guasave. López Obrador ha negado los señalamientos de pactos con el narco y ha dicho que se trata de acusaciones vulgares, temerarias y carentes de pruebas concretas.

La recaptura de Ovidio Guzmán, a tres días de que se celebre en México una Cumbre con los mandatarios de EE UU, Joe Biden, y de Canadá, Justin Trudeau, representa un viraje de la política oficialista de los “abrazos, no balazos”. El ministro de Exteriores, Marcelo Ebrard, ha precisado que, aunque sigue vigente la solicitud de extradición a EE UU, el hijo de El Chapo fue capturado esta vez con base en una orden para enfrentar cargos ante la justicia mexicana. Ovidio fue internado en el penal de alta seguridad del Altiplano, en el Estado de México, de donde su padre se fugó en julio de 2015, durante el sexenio de Peña Nieto. Si bien el Gobierno de López Obrador ha enmendado el fiasco de Culiacanazo, ahora tiene por delante el reto de mantener bajo su resguardo a uno de los herederos del Cartel de Sinaloa y así conjurar, al menos, una de las maldiciones del pasado.

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