EL PAÍS

La relación valiente de Benedicto XVI con las mujeres

El pontificado de Benedicto XVI termina ahora, no hace 10 años. De hecho, incluso en estos años de oración y silencio, el papa emérito ha dejado oír su voz, especialmente sobre el tema que ya había identificado como decisivo para la Iglesia de este tiempo, los abusos sexuales del clero. De hecho, los únicos escritos suyos aparecidos en los últimos años tratan sobre los abusos: el primero, un texto que salió como artículo en una revista alemana en 2019, había sido preparado como memorándum para la conferencia sobre abusos prevista y celebrada en el Vaticano, y que, sin embargo, no se tuvo en cuenta. El escrito del Papa emérito insistía en la necesidad de juzgar y castigar a todos los culpables con justicia, es decir, de la misma manera: algo que no ha sucedido, como vemos, por ejemplo, a propósito del reciente caso Rupnik.

Su último texto también está relacionado con el tema de los abusos, aquel con el que responde a las acusaciones de haber protegido a un sacerdote abusador cuando era arzobispo de Múnich y Frisinga. Benedicto XVI escribe advirtiendo que se acerca el momento en que comparecerá ante el juez supremo, y se declara inocente por el caso del sacerdote en cuestión, pero admite que se siente responsable de todos los abusos cometidos en la Iglesia, al haber desempeñado en ella papeles de suma importancia. Benedicto XVI es el único exponente de las jerarquías eclesiásticas que, ante el escándalo de los abusos, no se refugia en la idea de que los responsables son unas pocas manzanas podridas en un tejido sano, sino que denuncia la implicación total de la institución en la culpa y pide perdón por ello. Una vez más, su gigantesca figura destaca en un panorama de gente mediocre que intenta salvarse escondiéndose detrás de pretextos endebles. Una vez más, tenemos una prueba de la valentía y el amor a la verdad que movieron las acciones de este hombre, y que traslucían en cada uno de sus actos.

Incluso la relación de Ratzinger con las mujeres, gran problema de la Iglesia en la época contemporánea, estuvo caracterizada por la valentía y la verdad, sin caer en tentaciones ideológicas fáciles, pero abierta a la innovación. Lo que pensaba de la mujer en la Iglesia lo dejó claro con una valiente y nueva elección realizada al comienzo de su pontificado: la de declarar doctora de la Iglesia a la monja medieval Hildegarda de Bingen, que ni siquiera era santa. Y no solo nunca había sido canonizada, sino que se la consideraba una figura marginal y un tanto inquietante; una imagen también confirmada recientemente por el hecho de que había sido redescubierta por las feministas como compositora de música, y por los ecologistas como autora de libros de remedios naturales. Pero Benedicto XVI no se detuvo en estas apariencias, y obtuvo primero la canonización, y luego la proclamación como doctora de la iglesia de una mística del siglo XII, autora de obras proféticas y teológicas, de enciclopedias sobre todo el saber de la época, de composiciones poéticas, música y tratados de medicina. Una verdadera intelectual, fundadora de tres monasterios, con la suficiente autoridad como para dialogar con papas y emperadores a fin de empujarlos a comportamientos más coherentes con la moral cristiana. Y, una última pero importante cualidad, capaz de predicar contra la herejía cátara en todas las catedrales del sur de Alemania, allí donde fracasaba el clero.

Una mujer revolucionaria, desde luego, muy diferente a la imagen de mujer obediente que la tradición católica proponía también en nuestros tiempos a las mujeres emancipadas.

De la misma manera nueva interpreta Ratzinger en sus obras la devoción mariana, que le ofrece la forma de defender con pasión el papel central de la mujer en el seno de la tradición judeocristiana: “Omitir a la mujer en la teología en su conjunto significa negar la creación y la elección (la historia de la salvación) y, por lo tanto, suprimir la revelación”. Y reitera que “la figura de la mujer ocupa un lugar insustituible en la estructura general de la fe y la piedad del Antiguo Testamento”.

En un libro-entrevista del periodista alemán Seewald, el papa Benedicto afirma claramente “la igualdad ontológica del hombre y la mujer. Son un solo género y tienen una sola dignidad”, pero recuerda la función de la diferencia entre los sexos como oportunidad de crecimiento y expansión: “El hombre fue creado con la necesidad del otro para que pudiera ir más allá de sí mismo”. Y no oculta que esta diferencia constituye también un drama en potencia: “Juntos serán una sola carne, un solo ser humano. Este pasaje encierra todo el drama de la parcialidad de los dos géneros, de la dependencia mutua, del amor”.

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Todo esto se captaba al conocer personalmente al papa Benedicto y puedo dar fe de ello: como mujer, nunca me trató con el paternalismo propio del clero y la jerarquía eclesiástica, sino que me escuchó con atención y respeto. Todavía me emociono al recordarlo.

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