EL PAÍS

La república bananera que bajó del norte

Para los observadores extranjeros, la turba que tomó los edificios de Gobierno en Brasilia expresa la típica inestabilidad política latinoamericana. Es una visión equivocada: el 8 de enero de 2023, Brasil revivió como farsa lo que Estados Unidos inició como tragedia dos años atrás, el 6 de enero de 2021. Lo que presenciamos es un fenómeno que afecta a varias democracias occidentales, independientemente de su ubicación geográfica o nivel de desarrollo.

Brasil y Estados Unidos, los dos países más grandes de América, se parecen cada vez más: ambos tienen un expresidente que no acepta la derrota, un presidente con minoría en el Congreso y una sociedad partida en dos mitades. En su perfil de Twitter, Jair Bolsonaro se sigue presentando como “presidente de la república”, mientras en sus tuits trata a Lula de mero “jefe del Ejecutivo”. Esta actitud, aunque pueda adjudicarse a simple narcisismo, es políticamente corrosiva. Después de todo, como recuerda el expresidente uruguayo Julio Sanguinetti, la democracia es una ética de la derrota. En los regímenes autoritarios, los gobiernos no pierden elecciones.

Los manifestantes bolsonaristas de hoy, a diferencia de sus ídolos trumpistas de ayer, contaron con una ventaja y una desventaja. La ventaja fue la ambigüedad militar: mientras las Fuerzas Armadas norteamericanas se expresaron en 2021 contra cualquier intento de ruptura institucional, los militares brasileños vienen de años de enriquecedor involucramiento en el Gobierno de Bolsonaro. Y las policías de los Estados son todavía más bolsonaristas en los valores y más salvajes en las conductas. A todos ellos apeló la turba, incitándolos al golpe de Estado.

En cambio, la desventaja de los golpistas fue la oportunidad: al invadir en el verano austral y durante un domingo, encontraron los edificios desocupados. La insurrección bolsonarista tuvo así mayor alcance arquitectónico, pero menor alcance político: a diferencia del levantamiento trumpista, no logró secuestrar a nadie. En su defensa, nunca nadie los acusó de inteligentes.

Las consecuencias económicas de estos eventos son negativas y ya empezaron a palparse en la subida del dólar y del riesgo país. Pero estos coletazos de corto plazo pueden revertirse rápidamente si la política se encauza. Las primeras señales son promisorias: las cabezas de los tres poderes del Estado firmaron un documento conjunto repudiando “los actos terroristas, de vandalismo, criminales y golpistas”. El mismo Bolsonaro, desde su autoexilio temporal en Miami, se vio obligado a condenar los hechos, aunque los asimiló a otros cometidos por la izquierda. La respuesta de líderes de extrema derecha en otros países siguió el mismo camino: ante la impopularidad del ataque, terminaron repudiándolo y, en algunos casos, incluso admitiendo que les perjudicaba.

El mandato que Lula acaba de iniciar nunca pareció fácil. Además de enfrentarse a condiciones internacionales más desfavorables que en la década pasada, su tercer Gobierno se depara con una sociedad fracturada y un desgaste partidario derivado de la destitución de Dilma Rousseff y de su propio periplo judicial. Ahora necesitará, además de negociar mayorías en un Congreso que no controla, recuperar el control de la calle hasta ayer ocupada por lunáticos y extremistas. Que la derecha democrática se desmarque de la golpista es la mejor noticia que puede derivar de estos acontecimientos. Pero una cosa es segura, como recuerda el profesor de Oxford Timothy Power: en sociedades polarizadas no existen presidentes populares. El desafío de la época es gobernar la democracia logrando que el odio de la mitad de la población se exprese en las urnas y, pacíficamente, en las calles, pero no en los palacios de Gobierno.

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