Hay veces que el dibujo irrumpe en forma de palo, de brisa, de palabra. Le pasaba a Friederike Mayröcker con sus poemas, que son como acuarelas, justo lo contrario a la prosa, que parece una escultura de piedra. Su fantástica literatura en lengua alemana está en la órbita de la tradición no narrativa de James Joyce y Gertrude Stein, y nace de ese impulso de contar las cosas a tiempo real y sin cicatrices, de manera opaca y escamosa como el grafito. Una escritura incómoda donde abundan dibujos de sueños, soledades y otros dolores cotidianos que ella llama “fantasmitas protectores”. Hizo muchos a lo largo de su vida y para todo tipo de situaciones: para ahuyentar la incertidumbre, para luchar contra el miedo, para suplir la pereza de las mañanas e incluso para protegerse de la covid-19, que se la llevó con 96 años el pasado 4 de junio. Los dibujos de Mayröcker son una absoluta rareza, pero ya han saltado al mercado. Hace unos meses, la galería Nächst St. Stephan de Viena abría esa puerta de la mano de Hans Ulrich Obrist, uno de los comisarios más fieles al formato papel hasta en su versión ínfima del post-it. Todo vendido. Al mito contribuye una biografía editada por Public Space Books, The Communicating Vessels (Los vasos comunicantes, 2021), donde salen a flote otros pasajes desconocidos de su vida. Veremos lo que tarda su uso liberal de la mayúscula en ser carne de bienales y documentas.
Muchas veces en el mundo del arte ocurre eso: algo se desarrolla lentamente en la sombra hasta que, de pronto, sale a la luz revolucionándolo todo. Es la innata seducción del descubrimiento y la búsqueda de historias ocultas. Lo raro gusta. En una escala mucho mayor es lo que ocurre con uno de los dibujos de Leonardo da Vinci, su boceto de Cabeza de un oso, que en julio saldrá a la venta en la sede londinense de Christie’s. Se estima que el dibujo llegará a los 12 millones de libras (14 millones de euros), superando el anterior récord del artista, que alcanzó los ocho millones en 2001. Mide 7 por 7 centímetros y es uno de los ocho dibujos de Da Vinci que se conservan en colecciones privadas. Hay pocos y es difícil verlos en subastas, aunque, si abriéramos el historial de movimientos, veríamos que estos bocetos acumulan muchos cambios de manos. ¿Por qué venderlo ahora? Las orejas de ese oso son la punta del iceberg del valor actual del dibujo.
Pese a que la pandemia ha contraído el mercado del arte un 22%, según datos del estudio The Art Market 2021, de la economista Claire McAndrew, publicado por Art Basel y USB, veníamos de años buenos y eso aún se nota. En la última década, las ventas de dibujo se han duplicado, lo que muestra que no solo se demanda más dibujo, sino que su precio también ha subido. Son 20 años de intenso camino. La creación de Art Basel Miami en 2002 y la de Frieze, un año después, avivaron el coqueteo con el papel. El salón especializado Drawing Now, en París, llegó en 2007, y la Draw Art Fair se lanzó en Londres en 2019. En España, la feria Drawing Room acaba de cerrar en Madrid su sexta edición con satisfacción. Ha sido un año de expandirse en una versión de la feria online y de volver a mirar a Lisboa en otoño. El cliente potencial está claro: el dibujo sigue siendo la opción más asequible, la que sigue abriendo el mercado a coleccionistas más jóvenes y la que conecta mejor con el comprador español, que suele gastar menos dinero. Monografías como Vitamin D3, editada por Phaidon, un completo recopilatorio de las actuales tendencias dentro de este campo, avivan también esa especie de fomo, las siglas de la expresión anglosajona fear of missing out, o, lo que es lo mismo, el miedo a quedarse fuera de onda.
No es casualidad que el dibujo sea cada vez más popular. Los artistas están volcados con él, algo que pasó hace unos años con la fotografía. ¿El motivo? La respuesta es múltiple y compleja, y acarrea alguna que otra contradicción. En un momento en el que el rápido flujo de imágenes de la televisión, el cine e internet se acepta como fuente dominante de la cultura visual contemporánea, el dibujo crea otra sensación de intriga visual y presencia material que incita al espectador a detenerse y mirar el trabajo de manera lenta y cuidadosa. A ello han contribuido, sin duda, los meses de confinamiento, donde muchos artistas convirtieron sus libretas en un estudio temporal. Lo hicieron desplegando las propiedades deliberadamente anodinas del dibujo, atraídos por su economía de medios y esa fluidez que permite a cada artista reinventarlo sin fin. Esto no significa que se limiten exclusivamente al papel, ya que muchos creadores trabajan también en pintura, escultura o cine, aunque todos utilizan el dibujo para revitalizar la creación de imágenes. Un edificio de Kazuyo Sejima, una escultura de Nina Canell o una pintura de Julie Mehretu pueden entenderse como dibujo, al igual que una performance de Francis Alÿs, las instalaciones de Ida Applebroog o un proyecto de internet de Rafaël Rozendaal. Lo inmediato y lo espontáneo son ya clichés que no encajan en la mentalidad artística actual, que apuesta por todo lo contrario: invertir tiempo, habilidad y, en ocasiones, una extrema preparación.
Durante el confinamiento, muchos artistas apostaron por convertir sus libretas en un estudio temporal
Hoy en día ya no se cuestiona si el dibujo es una disciplina primaria, secundaria o preparatoria. Por encima de todo, es diversa y abiertamente compleja. La primera piedra se lanzó en los años sesenta, cuando artistas como Sol LeWitt y Mel Bochner lo colocaron en el centro de la práctica artística. En aquel momento chocó, pero décadas más tarde muchos pusieron allí el foco y los grandes museos empezaron a crear departamentos específicos de este medio. Fue en los años noventa, cuando William Kentridge, Raymond Pettibon y muchos artistas aún relativamente jóvenes llevaron el medio a un renovado interés por el expresionismo y la narrativa. Ahí explosionó todo.
Algunas de las ideas artísticas más interesantes de los últimos 50 años se deben al estatus renovado del dibujo. Si tiempo atrás lo que primaba era cierta retórica sobre la globalización, la vida nómada y los dilemas asociados al tránsito por las grandes ciudades, hoy los artistas hablan de nacionalismo, de populismo y de xenofobia. Las cicatrices del Brexit están ahí, así como la beligerancia antiecológica de la era Trump y, por supuesto, los estragos de la pandemia. Hay quien utiliza el dibujo como un arma política o de denuncia de hechos históricos pasados o por venir, una tendencia cada vez más expansiva. Un ejemplo es Rashid Johnson, cabeza de cartel de la actual Bienal de Liverpool, cuya obra refleja las dificultades de ser negro en Estados Unidos, especialmente en un año estremecido por las imágenes de la muerte de George Floyd en Mineápolis y el despertar del movimiento Black Lives Matter. Desde que Thelma Golden, directora del Studio Museum de Harlem, le llamara para una pequeña muestra colectiva, con 24 años recién cumplidos, ha alcanzado una carrera meteórica. La galería Hauser & Wirth se ocupa de su promoción a todos los niveles y acaba de editar la mayor monografía de su trabajo.
Otros muchos artistas trabajan ese mismo reclamo político, de David Hammons a Kara Walker, de Michael Armitage a Claudette Johnson, pasando por Howardena Pindell, una artista con una historia fascinante: de ser asistente de sala en el MoMA ha pasado a ser parte de su colección. Además, fue una de las fundadoras de AIR Gallery, la primera galería dedicada a mujeres artistas en Nueva York. Tras un accidente que la dejó parcialmente sin memoria, cogió una cámara de vídeo, se enfocó a sí misma y grabó Free, White and 21 (1980), un relato inexpresivo del racismo que experimentó en Estados Unidos. Los dibujos llegaron entonces, sobre todo por las noches, como otro medio de desahogo.
Hay quien usa el dibujo como vía de escape o portal de otras realidades más llevaderas. He ahí los cuerpos celestes a los que se acercan Glenda León, Mar Guerrero o Regina Giménez. La evasión invade la obra de la peruana Teresa Burga y una nueva cartografía nace de las obras de Tania Kovats, Juan Carlos Bracho o Gonzalo Elvira. En la repetición se instalan las obras de Matt Mullican e Ignacio Uriarte, gráfica convertida en texto, y viceversa. Volcados en cerámica están los dibujos de Fernando Renes y José Vera Matos. Un capítulo aparte merecería la inmediatez de Nadia Barkate, ahora en Artium. Y sobre la idea de paisaje gravitan las obras de Soledad Sevilla, en todas sus versiones y desde todos sus formatos.
Esta disciplina observó los desperfectos de la globalización. Ahora mira al populismo y la xenofobia
La clásica idea del bodegón pervive en la obra de Los Bravú y el mural de azulejo que recorre la fachada del Palacio de la Música en la Gran Vía de Madrid. Es una alegoría sobre la cultura y el medio ambiente realizada a partir de un dibujo de Dea Gómez y Diego Omil y bajo la propuesta de La Casa Encendida. Aunque les separen varias generaciones, apenas hay distancias con los dibujos de Cristino de Vera, Guillermo Pérez Villalta y Xavier Valls. A la vez, ese dibujo académico de Los Bravú conecta con el universo pop de Hannah Quinlan y Rose Hastings; la cotidianidad según Tamara Arroyo, Elena Alonso y Sol Calero, o la apertura de miras que tiene el trabajo de Antoni Hervàs y Aldo Urbano. Lo minucioso invade el trabajo de José Antonio Suárez Londoño y Ana García Pineda, que mucho conecta también con la narración fragmentada cercana al cómic y el cartoon, la influencia más importante del dibujo en los últimos años. Ahí el universo de opciones se desparrama: Robert Crumb, Enver Hadzijaj, Francesc Ruiz, Christina Quarles, Tom Lewis, Iván Navarro, Anton Kannemeyer, Marc Badia… Su versión humorística tiene su máximo exponente en David Shrigley, aunque Honza Zamojski amenaza con ser su relevo.
Y cómo no hablar de distopía, también aquí. La corriente persiste pese a su carácter escapista: los seres de Qiu Anxiong, el futuro de Hondartza Fraga o lo ambiguo según Abigail Lazkoz. La mirada a lo concreto y a lo local también se amplifica en estos tiempos. Artistas como Abel Rodríguez, Miriam de Búrca o Raúl Artiles reaccionan ante la sobrecarga del mundo globalizado mirando lo cercano de manera minuciosa y con un claro carácter de nostalgia. Abel Rodríguez, cuyo nombre nativo es Mogaje Guihu, nació en pleno Amazonas colombiano y desciende de una larga tradición de sabedores, sabios locales. Durante años trabajó como guía para Tropenbos International, una ONG dedicada a proteger la selva. De ahí salió su primer libro ilustrado y los muchos dibujos que presentan una visión holística con la selva y los animales, y que en 2022 serán expuestos en las bienales de Sídney y São Paulo. No está lejos el trabajo de Antonio Ballester Moreno aunque, si tiramos todavía más del mismo hilo, la lista se vuelve infinita.
Como apunte final, una máxima de Peter Handke que bien resume las posibles historias de un lápiz: “Lo imprevisto, cuando no es una catástrofe, trae alegrías”.
Citas con el dibujo
Ida Applebroog. Un ingreso en el Mercy Hospital en 1969 le descubrió una insospechada capacidad de canalizar sus dolencias dibujando. Esa terapia poco convencional derivó en varios cuadernos de extraordinarios dibujos a tinta china, pastel, grafito y acuarela que son el punto de partida de Marginalias, su nueva exposición en el Museo Reina Sofía, en Madrid, donde puede verse hasta el 27 de septiembre. Un dibujo donde se atisba la reivindicación feminista de transformar lo íntimo y lo doméstico en algo político.
Julie Mehretu. Su actual exposición en el Whitney Museum de Nueva York, donde su obra se expone hasta el 8 de agosto, recoge décadas de trabajo de esta artista dedicada a explorar los caminos de la abstracción, creando nuevas formas y buscando resonancias inesperadas a partir de la historia del arte y la civilización humana, de las estelas babilónicas a los bocetos arquitectónicos.
Soledad Sevilla. Tras recibir el Premio Velázquez de Artes Plásticas en 2020, la artista presenta una gran selección de dibujos en Ana Mas Projects, en Barcelona, y su última mirada a Pessoa y Lisboa en la galería Malborough de Madrid. Una revisión de su trabajo que se expande a la exposición que le dedica el C3A de Córdoba y a la instalación De la luz del sol y de la luna, en el Museo Patio Herreriano, en Valladolid.
Blanco, negro y, a veces, gris. Bajo este título presenta la galería Fernández-Braso (Madrid) los dibujos de tres de sus artistas, Cristino de Vera, Guillermo Pérez Villalta y Xavier Valls. Una oportunidad para reivindicar no solo el dibujo como expresión artística contemporánea, sino también para recordar, valorar y discutir los puntos de vista y tensiones que se producen en su interior.
Los Bravú. En plena Gran Vía madrileña, en la fachada del Palacio de la Música, el dúo de artistas formado por Dea Gómez y Diego Omil expande un dibujo bajo técnicas que van desde la acuarela hasta el rotulador al soporte del azulejo.
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