La seguridad no es gratis

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Esta guerra ha sido el aviso definitivo. La cumbre, una ocasión, quizás la última, para la rectificación. No será fácil. Hay bienes públicos que necesitan del cuidado de todos, aunque los consideremos como derechos adquiridos y gratuitos como el aire que respiramos. Para los ciudadanos de Europa occidental este es el caso de la seguridad colectiva, garantizada desde 1949 por la Alianza Atlántica y asegurada por la contribución fundamental y desproporcionada de Estados Unidos.

Fue un trato beneficioso para todos. El socio mayor obtuvo la hegemonía y los efectos que se derivan, sobre todo económicos. Y los menores, la posibilidad de dedicar sus recursos a otras partidas ajenas a las Fuerzas Armadas, e incluso de despreocuparse de tan gravoso y desagradable capítulo. Están a la vista los resultados y nadie reniega de ellos: la paz, la estabilidad y la prosperidad la han convertido en un club en el que hay codazos para entrar, sobre todo en momentos de peligro, y del que nadie quiere salir, como sí ha sucedido con la Unión Europea.

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También hay resquemores, con frecuencia fruto de ensoñaciones políticas e históricas. Los europeos quisieran jugar en primera división y por libre, pero sin pagar las facturas, tanto en inversiones militares como en renuncias de soberanía en favor de una defensa colectiva. Los estadounidenses se ven asaltados cíclicamente por el reflejo aislacionista del célebre discurso de despedida de George Washington, en el que el primer presidente de Estados Unidos abominaba de las alianzas permanentes; y casi siempre, aunque en distinto grado según los presidentes, por la irritación que suscita su excesiva contribución a la defensa de Europa.

Afortunadamente para los europeos, especialmente los vecinos geográficos de Rusia, la Casa Blanca sigue manteniendo sus compromisos con la alianza más provecta y eficaz de la historia. El vínculo entre Estados Unidos y Europa, con tres cuartos de siglo de vida, no puede ser más permanente ni más sólido, y ahora incluso determinante más allá del continente europeo. La guerra de Ucrania ha sido la ocasión para demostrarlo, hasta el punto de que Washington incrementará sus fuerzas e inversiones militares en Europa, después de haberlas recortado. El punto de mira es ahora de más de largo alcance y se dirige hacia Pekín: sin la Europa fuerte y democrática que Putin quiere erosionar, Estados Unidos entraría en desventaja en la confrontación estratégica que se prepara con la superpotencia emergente que es China.

Que el lazo transatlántico sea tan sólido no significa que así será siempre. Hará bien Europa si empieza a contar de verdad con sus propias fuerzas. Por si Donald Trump regresara al poder. Por si Estados Unidos tuviera que dedicarse todavía más a Asia. La autonomía estratégica europea no es un insulto para Estados Unidos. Al contrario: la Europa geopolítica y la defensa europea autónoma no surgirán por arte de ensalmo como fruto de una decisión inspirada de los 27, sino que crecerán dentro de la Alianza Atlántica, con la vocación de convertir la Unión Europea en su rama más firme, y la obligación de pagar el precio correspondiente. Después de Madrid, UE y OTAN deberían ser las dos caras complementarias de una misma moneda. Será difícil vivir de gorra a partir de ahora en cuestiones de defensa.

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