La guerra comercial puntual que se ha abierto entre EE UU y Europa no debe hacer olvidar las permanentes tensiones, casi estructurales, entre EE UU y China (arancelarias, de divisas, tecnológicas…), que se definen desde hace algún tiempo como un ejemplo de “trampa de Tucídides”: cuando una gran potencia en ascenso discute su papel hegemónico a la superpotencia dominante ya existente, con el objeto de sustituirla en ese papel hegemónico. Tucídides estudió las guerras del Peloponeso y las luchas entre Atenas (país retado) y Esparta (país retador). Un profesor de la Universidad de Harvard, Graham Tillett Allison, actualizó el concepto de “trampa de Tucídides” adaptándolo a la dialéctica chino-americana, primero a través de un artículo en The New York Times y luego en un libro sobre el caso. Allison describe 16 ejemplos de “trampas de Tucídides”, de los cuales 12 acabaron en guerras entre potencias rivales y 4 supusieron ajustes profundos y a veces dolorosos en el interior institucional y en las sociedades tanto del país campeón como del aspirante.
China acaba de celebrar su 70º aniversario como país comunista sui generis. Más bien parece el ejemplo mayor de capitalismo de Estado. Se defina como se defina, parece estar poniendo en cuestión a sensu contrario, día a día, las teorías del gran economista indio Amartya Sen, premio Nobel de Economía, que ha defendido que para que haya un crecimiento económico sostenido, las reformas políticas y sociales deben preceder a las reformas económicas. No es el caso de China, que sigue siendo una dictadura de partido único que no respeta los derechos humanos. Sen, activista defensor de las libertades civiles (de expresión, de reunión, religiosa, etcétera) y políticas (poder elegir a nuestros representantes públicos y ser elegido si uno opta por presentarse a unos comicios), escribió que las hambrunas no ocurren en las democracias: nunca ha habido una hambruna grave en un país democrático, ni pobre, ni rico, entre otros aspectos porque es difícil ganar las elecciones en esa situación y los líderes deben ser receptivos a las demandas ciudadanas. Desde la atalaya de sus casi 90 años, Amartya Sen debe contemplar el caso de China, con constantes crecimientos exponenciales (ahora está creciendo a un ritmo del 6,3% de su producto interior bruto) y transformaciones veloces (incremento espectacular de la esperanza de vida, reducción del número de personas que viven bajo el nivel de pobreza, etcétera) en el seno de una dictadura o de un oxímoron que se define como “comunismo de mercado”.
Y con más contradicciones. Por ejemplo, las continuas declaraciones de su presidente, Xi Jinping (secretario general del Partido Comunista Chino), que pretende liderar sin complejos la actual etapa de globalización neoliberal, mientras, paradójicamente, los EE UU de Donald Trump se hacen fuertes reivindicando el proteccionismo y las políticas de perjuicio al vecino. No hay más que recordar algunos de los tuits de Trump este verano, cuando se iniciaba la penúltima guerra de aranceles entre los dos países: “No necesitamos a China y francamente estaríamos mucho mejor sin ellos”; “A las empresas estadounidenses se les ordena por la presente buscar países alternativos para instalarse, incluso en casa”. O “la economía de EE UU es mucho más grande que la de China. ¡Lo mantendremos así!”.
A punto de superar el tiempo de duración de la revolución soviética (72 años), China mantiene una posición excepcional ante el desarrollo de la próxima revolución tecnológica, la del 5G, que ha dado lugar a las cortapisas impuestas a su gigante empresarial Huawei, argumentadas como una amenaza contra la seguridad nacional norteamericana. Y, sobre todo, posee una fortaleza financiera difícil de rebatir: entre sus inmensas reservas de divisas (3,9 billones de dólares) posee 1,1 billones en bonos norteamericanos. Cualquier movimiento de ese dinero dará inmensos dolores de cabeza a la actual superpotencia hegemónica, con la que la China de Xi se prepara para un conflicto largo y multifactorial. Hace menos de dos siglos que Napoleón Bonaparte sentenció: cuando China despierte, el mundo temblará.
Escribe Allison que la trampa de Tucídides no es fatalista, sino que sirve para aprender.
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