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La única biblioteca de mujeres de Kabul cierra por las amenazas y el acoso de los talibanes

EL PAÍS

Naciones Unidas considera que la privación de derechos de las mujeres y niñas de Afganistán impuesta por los talibanes “podría equivaler a una persecución por motivos de género”, que constituye un crimen contra la humanidad. No pueden estudiar a partir de los 12 años; tampoco trabajar en la Administración ni en las ONG y ni siquiera entrar en parques y jardines. También tienen prohibido viajar sin ir acompañadas de un pariente varón cercano. A las afganas les quedan ya muy pocos derechos y aún menos posibilidades de acceder al conocimiento. Desde el 13 de marzo, se han visto además privadas de uno de los últimos reductos de cultura y de libertad que les quedaban en Kabul: la biblioteca Zan. Hace dos semanas, esa biblioteca —la única para mujeres de la ciudad— tuvo que cerrar a causa de las amenazas y el acoso de los talibanes, explica por WhatsApp desde la capital afgana una de sus fundadoras, la economista de 28 años Laila Basim. Cuando esa biblioteca desapareció, lamenta la joven, “se cerró una esperanza”. “[Las afganas] ya no tenemos un lugar para dialogar y estudiar”, añade.

Zan, el nombre de la biblioteca, significa “mujer” en darí, el dialecto del persa que alrededor del 40% de afganos tiene como lengua materna. Abierta en agosto de 2022 — coincidiendo con el primer aniversario del retorno al poder de los talibanes en Afganistán—, sus objetivos eran “promover la cultura y la lectura entre las mujeres y niñas, “que tienen cerradas las puertas de las escuelas y universidades”, dice Basim, pero también convertirse en un acto de “resistencia civil de las mujeres contra las políticas erróneas de los talibanes”.

Situada en un sótano del mercado del barrio Red Pol de la capital afgana, la biblioteca ofrecía a sus “más de 400 socias”, explica Basim, el préstamo de libros en cuatro idiomas (persa, pastún, inglés y árabe), así como talleres de formación gratuitos y de entrada libre sobre “derechos de la mujer, política, religión y otros temas” dos veces por semana, con el fin de “aumentar los conocimientos de las mujeres”. Todos sus fondos, que esta activista calcula en 5.000 volúmenes, las estanterías, las mesas y sillas, eran producto de donaciones, sobre todo de mujeres afganas —entre los donantes también hay algún hombre— y de “amigos extranjeros”, asegura sin ofrecer más detalles.

“En los siete meses que ha durado la biblioteca, los talibanes nos sellaron la puerta dos veces, pero nosotras la abrimos con ayuda de amigos y seguimos trabajando. Sin embargo, los talibanes no se detuvieron ahí. Empezaron a venir todos los días y a preguntarnos qué estaba pasando allí y qué hacían las lectoras en la biblioteca. Un día, cuatro miembros de las fuerzas de seguridad entraron furiosos y empezaron a preguntarme quién nos había dado permiso para abrir el local. Luego nos dijeron que el sitio de una mujer está en su casa y no fuera de ella”, relata Basim.

“Desde hace 19 meses [desde agosto de 2021] mis compañeras y yo luchamos contra las políticas de los talibanes. Nuestro combate es una guerra de los bolígrafos frente a las pistolas”, asegura esta mujer. Tanto ella como las otras voluntarias de la biblioteca han recibido, y reciben aún —subraya—amenazas telefónicas. Los miles de libros que habían atesorado durante meses están ahora almacenados en sus casas.

Cartel de la biblioteca “Zan” de Kabul, con el lema “Lee, aprende, inspira”. Foto cedida por la biblioteca.

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Laila Basim ya estaba en el punto de mira de los fundamentalistas antes de fundar Zan. Licenciada en Económicas, trabajaba en el Gabinete del ministro de Economía del anterior Gobierno afgano hasta que los talibanes tomaron Kabul. Como muchas otras afganas altamente cualificadas, fue expulsada entonces de su empleo, por lo que se vio, de la noche a la mañana, en el paro y sin ingresos, al igual que su marido, un abogado que es “su principal apoyo” en lo que llama su “lucha”. Tuvo que vender sus joyas para sobrevivir, pero, casi inmediatamente, cofundó una organización de mujeres decididas a plantar cara a los radicales —el Movimiento Espontáneo de Mujeres Manifestantes Afganas—, otra razón que le ha atraído las iras del actual régimen.

El relator especial de Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en Afganistán, Richard Bennett, presentó en febrero un informe en el que no solo denunciaba el cercenamiento de los derechos de las afganas, sino también la prohibición de manifestarse y el “uso excesivo de la fuerza”, con palizas y disparos de advertencia para dispersar a quienes participan en esas protestas. El documento aseguraba que los manifestantes afganos —”a menudo, mujeres”— son sometidos a “amenazas, intimidación, arrestos y maltrato” bajo custodia de las autoridades.

El relato de Basim confirma algunas de estas acusaciones: “En diciembre de 2021, nos manifestamos en la calle y una televisión iraní me entrevistó a propósito de los asesinatos en la provincia de Panshir [noreste de Afganistán]. Después de esa entrevista, los talibanes me llamaron y me advirtieron de que encontrarían mi casa y me matarían. En otra protesta, frente a la sede de Naciones Unidas en Kabul, un oficial de la inteligencia de los talibanes nos increpó [a las manifestantes], desenfundó su pistola y me apuntó con ella diciéndome que si no nos íbamos en cinco minutos, me pegaría un tiro”, sostiene.

“En estos 19 meses, he tenido que mudarme seis veces”, asevera. Esta afgana considera que “crear una biblioteca no es ni el primero ni el único modo de luchar contra los talibanes y su ideología misógina. Para nosotras, no hay otra vía, tenemos que seguir luchando. Mientras estemos vivas, seguiremos combatiendo por nuestros derechos y por la igualdad”.

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