Una fuerza biológica ancestral, analizada por el psicoanálisis, probablemente nos impide pensar que la posibilidad de que cierto confort, la cotidianidad democrática que para los que tenemos menos de cuarenta años ha conformado lo único conocido, desaparezca es verosímil, pero la historia nos revela más bien lo contrario: enormes fracturas, desgarros inesperados, biografías que —casi de la noche a la mañana— pasan de habitar espacios seguros, hasta cómodos, a asumir pérdidas devastadoras y librar luchas por lo que hacía poco consideraban garantías consolidadas. Todos estos fenómenos, tan distantes temporal y geográficamente, tienen en común la vulnerabilidad de unas sociedades que guardan el gen de la autodestrucción y un potencial para el sufrimiento humano casi infinito; ahora bien, mucho antes de que explotara la catástrofe, una serie de causas estructurales la impulsaron, y ahí cobran protagonismo la cantidad de errores políticos cometidos diacrónicamente, como teselas de un mosaico que, una vez completo, da pavor mirar.
En el caso norteamericano, si hubiese existido algún tipo de mecanismo para regular las fake news, una manipulación ejercida especialmente en las redes sociales; o si los Gobiernos anteriores no se hubieran encargado de depauperar tanto a la población, eliminando programas sociales; o si el desencanto de los que no acudieron a las urnas en 2016 o lo hicieron a favor de partidos insignificantes no hubiese hecho perder a los demócratas varios Estados clave por un puñado de votos, el esperpento trumpista jamás habría ocurrido. Sirvió para consolidar tendencias que Biden no va a revertir: la reforma fiscal tan afín a los ricos, intacta; o lo que representa el mayor legado del mandato de Trump, un Tribunal Supremo de orientación reaccionaria que se apresuró a derogar el aborto y podría eliminar otros derechos fundamentales.
Ahora que se habla tanto del destino de las izquierdas, muchos hacen sus cábalas electoralistas y no falta quien pretende sacar tajada personal azuzando rupturas y enfatizando discrepancias entre colectivos que suelen compartir, en buena medida, un proyecto democrático más o menos similar, la memoria me juega malas pasadas y nubla el paisaje con su advertencia de futuro: lo que podría esfumarse con un Gobierno de derecha o ultraderecha es inmenso, también entre aquellos adeptos que, movidos por el desconocimiento o el odio, no dudarán en depositar la papeleta en contra de sus intereses. Hablo de la sanidad pública, los subsidios a los más desfavorecidos, la educación gratuita y de calidad, o el placer de pasear calmamente por unas calles en las que el riesgo de agresiones no sea alto, opuestas a las de Filadelfia, donde yo residía: todavía me llegan avisos de mi antigua asociación de vecinos sobre el número al alza de atracos, cosa que no existía al mudarme a ese barrio, en 2017.
Las trifulcas mediáticas, cuando lo que se negocia no es apenas el resultado de unos comicios, sino, especialmente, una vida vivible para la mayoría, me parecen tan contraproducentes como irresponsables, más si cabe en una época marcada por la gestión de una doble amenaza de exterminio: la crisis climática y una guerra nuclear. Aunque ambas dependan de factores de difícil control para un país secundario en el tablero internacional como España, deberían ser prioritarias, y es sabido que el ala más retrógrada de nuestro espectro político no está dispuesta a ofrecer soluciones. Así, ni se efectuará ningún movimiento en pro de un acuerdo de paz, ni se pondrán en marcha las múltiples medidas de mitigación y adaptación necesarias para evitar daños de gran calado en un territorio cuya probabilidad de convertirse en desierto continúa en aumento. De hecho, como ha sido sobradamente estudiado, las iniciativas medioambientales abarcan un rango tan amplio del tejido social que no es posible concebirlas únicamente como parte de un ministerio: reducir la jornada laboral, fortalecer la atención sanitaria —incluyendo la salud mental—, involucrar a sectores de la cultura, promover la redistribución de la riqueza o no criminalizar la protesta son también apuestas climáticas que, a día de hoy, sólo pueden nacer en el seno de la unidad de la izquierda. Un paso en falso en mitad de un panorama global de por sí complicado supondría el descenso a unas fauces que conozco bien y de las que, cuando se sale, es desnudo de libertades, con tanto por hacer y, sobre todo, por deshacer.
De ahí que tantas zancadillas y pulsos de egos resulten tan superficiales, banales refriegas que sólo contribuyen a desmovilizar a un electorado progresista mil veces vapuleado y tender puentes a lo peor posible, sean estas intencionales o fruto de la inercia cortoplacista. Los árboles que no dejan ver el bosque, que tampoco permiten percibir un momento histórico que apremia a limar asperezas y aglutinar voluntades con el fin de que el dolor no se multiplique más abajo de sus despachos, de sus micrófonos y atriles. No sería la primera vez que un tropiezo condujese a otro y acabase por desencadenar un alud de consecuencias inimaginables que arrastra sistémicamente a la ciudadanía.
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