La vida duele, la psicología positiva me mata


Yo no digo que haya que exhibir el dolor, pero quizás sí hay que dejar constancia de él. Y, desde luego, hay que aprender a tratar con él. Y a tratar entre todos con él. Lo que quiero decir es que la soledad solo hace que el anzuelo del dolor se clave más hondo y que nuestra época es terreno fértil para dicha soledad. No en vano vivimos en la era de la autoayuda y el autocuidado y hasta la autosanidad. La psicología positiva, esa escuela de los 2000 siempre euforizante y optimista y tan emparentada con la autoayuda se extiende con la fuerza invisible de las más férreas ideologías. En la cultura del pensamiento positivo, todo es una oportunidad para lo bueno, todo tiende al bien si uno es sano y todo depende de nuestra voluntad de placer, ya sea un ascenso o una pandemia. La felicidad se contempla cada vez más como una responsabilidad del individuo, como un acto de decisión racional. El medio idóneo para narcisos y pirados. Adiós a la pena.

Repite 10 veces al día, todos los días: “Hoy va a ser un día feliz”, “Hoy voy a hacerlo bien”, “Hoy no estaré triste”, “Con trabajo duro puedo conseguir lo que me proponga”. Repítelo después de un despido laboral, en medio de una pandemia, en el huracán de una ruptura amorosa. Pase lo que pase, di a los demás. “Yo soy una persona muy fuerte”. Compra a tu hijo una agenda escolar donde se lea: “Ponle ganas, ilusión y planazos”. Educar con este tipo de mantras equivale a una programación del individuo que deriva en la servidumbre. Se supone que esta clase de frases sirven para empoderar a las personas, pero en realidad identifican al individuo con su función, a la que no cuestiona y contra la que no se rebela cuando atenta contra él. El dolor queda negado también, pues el dolor es una forma de rebelión, de disfunción, de discontinuidad. Adiós al carácter. A ese carácter que se fragua en la adversidad, en una adversidad que nos está esperando con mantras y sin mantras. Lo sabían los griegos y lo sabían los hebreos: ya conocemos sus testimonios, escritos con sangre, de Homero al Eclesiastés, pasando por la divina Safo: “Todo habrá que sufrirlo”. Nuestro dolor, como nuestro fracaso, nos pertenece y nos da forma. Y se merece respeto, reconocimiento y espacio. Pero no está de moda.

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Una cascada de eslóganes, dogmas y proclamas nos martillea el cerebro con la suavidad invisible y permanente de un algoritmo. “Todo en la vida tiene un sentido”, “El trabajo tiene un propósito”, “El éxito es la suma de pequeños esfuerzos”… Aquí el que no triunfa es porque no quiere o, mejor dicho, porque no obedece. “Cumple tus metas”, “Ama lo que haces”, “Aprovecha las oportunidades”, “Vive el presente”. Por alguna razón, los dogmas del pensamiento positivo se declinan siempre en imperativo, como los Diez Mandamientos. Así, todo depende del empeño personal, que todo lo puede y todo lo vence. Todo depende de una obediencia que soterradamente se va colando por las máximas y los mandatos. Una obediencia donde para colmo estamos solos. Ni solidaridad ni comunidad. Felicidad o conquista dependen de ti. Los otros no sirven para eso. No te sirven a ti. Adiós a la empatía y a la solidaridad. Adiós a la comunidad. Y al estar cada vez más solos, lo que nos queda es la tristeza. De la psicología positiva a la tristeza no hay ni un paso, más bien la una es la máscara de la otra. A lo mejor los filtros de Instagram son solo eso, máscaras de nuestra tristeza.

Y cuando el dolor llega, los mantras positivos no son ningún escudo, al contrario. Negarlo no hace que tenga menos espacio. Porque el dolor nunca deja de acechar en una vida donde hay pérdida, accidentes y muerte. El dolor no descansa: Ucrania está a punto de entrar en guerra, nuestros amantes nos abandonan, no se reconoce nuestro trabajo (a pesar de que tenía un propósito), la vida pasa porque nos hacemos viejos o porque somos demasiado jóvenes. La vida duele por los cuatro costados y hasta la belleza hay que aguantarla, como escribió Anne Carson. Entonces, ¿qué dice la psicología positiva cuando vienen mal dadas? Lo mismo otra vez: que lo repitas 10 veces más. “Vive con plenitud las crisis”. “Hazte fuerte en el sufrimiento”. “Aprovecha los inconvenientes”. “Agradece esta pandemiaç, pues potenciará tu resiliencia”. Cada día es más insistente y más dañina esta ideología. Porque al final, en la cultura de la felicidad, hasta el más leve roce se convierte en daño. Después de todo, negar la existencia del dolor, hace que sus umbrales sean más bajos y la vida se vuelve más hiriente. Ahí está la nueva generación de cristal, la más frágil y dañada de todas, la de los hijos de estas ideas.

Y una se pregunta ¿es que no hay nada capaz de detener al pensamiento positivo? ¿Qué puede decirle la ineficiente autoayuda a Julia Otero cuando explica que tembló de miedo el día que le informaron de su tumor en la cama del hospital? ¿Qué puede decir a todas las personas cuya vida cambia en un instante, en el sentido en que la vida cambia cuando lees El año del pensamiento mágico de Joan Didion? Pues lo que dice, por cruel e inhumano que parezca, es que lo vuelvas a repetir. “Tú lo vas a superar”, “Vas a ganar la batalla”, “Eres una guerrera”, “Eres muy valiente”, “Lo estás haciendo muy bien”. Pase lo que pase, por muy duro que sea el golpe, el dolor está prohibido. Y sin espacio para el dolor tampoco lo hay para el consuelo.

“No nos es dado elegir si ser felices o infelices. Pero es preciso elegir no ser diabólicamente infelices”, escribió Natalia Ginzburg. Y lo hizo desde una ética que reconoce la arbitrariedad, que precisa de los otros y que además guarda espacio para la elección individual contra lo diabólico. Qué lejos está Ginzburg de la autoayuda y que lejos esta idea de felicidad de la que niega la posibilidad de padecer juntos y nos somete a una vida resignada y optimista. La felicidad no es fácil, pero el martirio de la autoayuda está a punto de volverla imposible.

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