Una de las principales preocupaciones de las familias españolas a lo largo de 2020 —sin desmerecer el miedo al virus— fue ¿qué hacemos con los niños? Meses de colegios cerrados, actividades extraescolares anuladas y abuelos y canguros confinados en sus casas nos llevaron a la desesperación. También, a reclamar al Gobierno medidas en materia de conciliación, con manifiestos, comunicados e incluso manifestaciones. De repente, equilibrar la vida familiar con la profesional pasó a ser una prioridad política, con la mayoría de los partidos exigiendo que se tomasen medidas en el asunto. Es curioso que, en un país en el que históricamente las políticas de ayuda a la familia no han tenido apenas presencia, haya hecho falta una pandemia para hablar de conciliación en el Congreso.
Los cuidados a dependientes han sido asumidos tradicionalmente en España por las familias o, más concretamente, por las mujeres. Esto se ve en nuestro mercado de trabajo, donde casi un 25% de los trabajadores inactivos —de los mayores porcentajes de Europa, y mucho mayor que el 5% de los países nórdicos— lo es por tener que cuidar de un familiar. También se refleja en el empleo a tiempo parcial, opción a la que muchas mujeres se ven forzadas para encargarse de sus hijos o dependientes.
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La falta de alternativas públicas hace que en nuestro país las redes familiares tengan que activarse para dar respuesta a las necesidades de cuidado. Y, para aquellos que pueden permitírselo, existen también otros mecanismos, desde cuidadoras a actividades extraescolares. Esta diferencia social es especialmente preocupante en verano, cuando los alumnos de hogares más desfavorecidos pierden más comprensión lectora que aquellos que han disfrutado en campamentos, viajes de idiomas o cursos de robótica. No todos llegan en igualdad de condiciones a septiembre.
Sin embargo, por unos meses, gran parte de las familias españolas no pudieron contar con ninguno de estos recursos. Ni aquellas que nunca han accedido a ellos ni, por primera vez en su vida, las más acomodadas. Así, con abuelos y canguros confinados, fueron colectivos como los de Malas Madres —detrás de los cuales hay mujeres con carreras profesionales que reivindicar— los que se hicieron oír para reclamar una respuesta publica a sus demandas.
Esto me lleva a pensar en la obra icónica de Albert Hirschman, Salida, voz y lealtad. Cuando los servicios públicos no cubren tus necesidades, o cuando su calidad baja, te quejas (voz). Y, si la queja no sirve de nada, o no tienes esperanzas de que algo vaya a cambiar, te vas (salida). Tú lealtad a la institución, al país, depende de lo que te aporte.
Sin embargo, no todo el mundo tiene voz, ni todo el mundo puede irse. Y esto es relevante al diseñar políticas. Hasta la llegada del coronavirus, muchas familias que necesitaban actividades extraescolares, campamentos y canguros no eran escuchadas.
Desgraciadamente, la voz que alcanza los oídos de los políticos no se distribuye de forma equitativa. Los pobres tienen poca y los ricos mucha. En particular, la clase media ha sido tradicionalmente la impulsora de unos servicios públicos de calidad, y amplia cobertura. Garantiza que las políticas sociales funcionen, y que el sistema sea estable en el tiempo. La clave del éxito del Estado de Bienestar nórdico es que las clases medias son sus grandes usuarias y, usando su voz, reclaman desde innovación pedagógica en los colegios a partos respetados en los hospitales.
En general, las necesidades de las clases medias orientan las políticas públicas en una democracia, porque se benefician de los servicios públicos y, a la vez, tienen los recursos, económicos, educativos y de tiempo, para hacer oír su voz. Y participan de forma más activa en la vida política, ya sea manifestándose, asociándose o incluso votando. A través de sus demandas, manifestaciones y votos, las clases medias consiguieron en España desarrollar un sistema de sanidad y educación pública a finales del siglo XX.
Las clases medias son también el motor de políticas que no solo les benefician a ellas, sino también a grupos sociales más desfavorecidos. Cuando las demandas de los hogares acomodados coinciden con las de los menos favorecidos, se produce la magia de que la voz se escuche con particular fuerza.
Es lo que les ocurrió a muchos ciudadanos acomodados durante la pandemia. Experimentaron como novedad sensaciones cotidianas para millones de españoles menos afortunados, desde no estar seguros de mantener el trabajo y sueldo, hasta no saber cómo entretener a unos niños y niñas que no tenían opciones fuera de casa. El día a día de quienes luchan contra todos los elementos.
Esta conjunción debería permitir expandir la pata menos desarrollada de nuestro Estado de bienestar: los cuidados. Como consecuencia de la activación de la voz de las clases medias, asistimos a un vendaval de movilizaciones sociales demandando guarderías, servicios domiciliarios para personas de la tercera edad y personas con discapacidades, así como como residencias o centros de día. La política sigue siendo desigual, pero las políticas públicas pueden serlo un poco menos.
Elena Costas Pérez es doctora en Economía y socia de KSNET.
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