A lo largo de la historia, muchas transformaciones del gusto han nacido de una renuncia o una negación a hacer algo que hasta entonces se daba por sentado. Los sans culottes de la Revolución Francesa presumían de no llevar el pantalón corto de la aristocracia. Las sinsombreristas de la generación del 27 se descubrían la cabeza sin pudor. Gabrielle Chanel decía que, antes de salir de casa, había que mirarse al espejo y prescindir de un accesorio. Y lo que en los años noventa se llamaba unisex hoy prefiere definirse como genderless, sin género. En la segunda década del siglo XXI, los productos y las formas de vida se definen por elementos de los que se prescinde: cosméticos sin parabenos, alimentos sin determinados alérgenos o ingredientes, productos sin crueldad animal. Tras décadas convencidos de que el deseo se nutría de un “más es más” insaciable, la era de la conciencia del cambio climático, del rechazo al consumo desmedido y del despertar ético define el anhelo por sustracción. De ahí que la imagen en los últimos meses de estrellas de las alfombras rojas como Andie MacDowell, Carolina de Mónaco, Diane Keaton, Meryl Streep, Lily Allen e incluso Jodie Foster o la reina Letizia luciendo cabellos con canas, grises o definitivamente blancos —es decir, el pelo con su tono natural, sin teñir— haya adquirido ese runrún mediático que la mercadotecnia describe como tendencia.
“Basta con no hacer nada”, sentenció la mujer con imponente melena blanca que cruzó como una aparición la terraza de Saint-Tropez donde la periodista francesa Sophie Fontanel pasaba una tarde de junio de 2015. El mismo consejo —”¿por qué no dejas que las cosas sucedan sin más?”— le dio su peluquera, Delphine Courteille, semanas después, al enfrentarse a su primer centímetro de raíces blancas sin teñir. El resultado de aquella intuición fue Une apparition (Una aparición), un libro que ocupó titulares en la prensa francófona de 2017 al poner sobre la mesa la historia de una mujer elegante, culta y coqueta que había decidido dejar de teñirse las canas como manifiesto y como reivindicación de una belleza diferente. El impacto social venía de lejos: antes de ser un fenómeno editorial, la transición de Fontanel ya había sido un fenómeno en su Instagram. Por supuesto, con voces encontradas: su amiga Inès de la Fressange, modelo y musa de la elegancia francesa, trató de disuadirla al principio y aplaudió después su valentía.
“Cuando me dejé crecer las canas, por supuesto ya había muchas mujeres de cabello blanco. Pero eran invisibles, no aparecían en las revistas ni en las películas más que de forma estereotipada, como representaciones de la vejez”, explica Fontanel. “El hecho de que yo trabajara en la moda y me expusiera de ese modo en Instagram fue liberador. Muchas mujeres empezaron a acudir a mi misma peluquera diciendo que querían parecerse a mí, como si este gesto requiriera una receta y una supervisión”.
La historiadora Dominique Paquet, autora de obras de referencia como La historia de la belleza (Ediciones B), contextualiza el fenómeno: “El libro de Fontanel fue muy influyente porque liberó a muchas mujeres de la preocupación de teñirse y permitió un tipo de franqueza muy particular. Demostró que el cabello blanco no significa el fin del amor ni de la seducción; si acaso, el fin de una mentira, que ubica este gesto en el territorio del body positivity [positivismo corporal]. Es la escenificación de la aceptación”. Como es habitual en los terrenos de la estética, este gusto no surge de la nada. Paquet recuerda la corte versallesca de Luis XIV, donde el tono natural —”rubio muy claro, casi cenizo”— de la reina María Antonieta congregó a su alrededor una plétora de pelucas blancas o casi blancas, en una época en que ese tono simbolizaba la pretendida pureza y elevación de la aristocracia. Es decir, rostro blanco subrayado por un lunar artificial y por mejillas rojas, y cabellos impolutos, casi marmóreos: una pulcritud tan difícil de mantener en la vida real como aquellos peinados navales que privilegiaba la reina más trágica de Francia.
Además del simbolismo, hoy cuenta la estética pura y dura. “Con cabellos blancos o grises claros, la luz juega de otro modo y genera un halo en torno a la cabeza”, explica Paquet. “Además, suaviza los rasgos del rostro”. La historiadora también cita otros precedentes del retorno al gris en fechas más recientes: Jean Paul Gaultier —siempre atento a la belleza disruptiva—, Marc Jacobs o Karl Lagerfeld pusieron sobre la pasarela cabellos grises y blancos, naturales o artificiales, en fantasías dieciochescas que también contradecían el culto a la juventud y reivindicaban la naturalidad.
Esa misma naturalidad es la que ha hecho que, en el terreno masculino, los productos de teñido tradicionales hayan dado paso a tratamientos más sutiles que congelan el tono del cabello en el gris exacto. La imagen del tinte deslizándose en noviembre de 2020 por el rostro sudoroso del abogado de Donald Trump, Rudolph Giuliani, en el fragor de la tormenta legal por las sospechas de fraude electoral, es más elocuente —y convincente— que muchos consejos de expertos. Incluso en la edad de oro de los implantes capilares, encanecer resulta más aceptable —y menos embarazoso— que teñirse y confesarlo.
Para Geoffrey Jones, profesor en Harvard Business School y autor de Beauty Imagined (2010), el auge de esta tendencia puede relacionarse también con la pandemia: “Los confinamientos hicieron que celebridades como Andie MacDowell proclamaran con orgullo que habían dejado de teñirse”, explica. “De ahí ha venido el auge del cabello gris en 2020 y 2021, que también puede interpretarse como una celebración de la individualidad que rompe estereotipos. También refleja que los deseos de los consumidores tienen más que ver con la autenticidad que con el artificio”.
Para este experto en el sector cosmético, sin embargo, esta tendencia encontrará acomodo entre todas las demás, pero conviviendo con ellas. “Es una opción más entre otras, y probablemente entre mujeres más jóvenes que puedan emplear este color para generar un efecto desconcertante, pero que no implique subrayar el paso de los años”. Es decir, como un gesto de vanguardia, pero no de aceptación de la senectud, que el experto considera improbable. “En las personas de más edad, el gris, unido a otros rasgos faciales, sugiere vejez”, añade Jones. “Una celebridad puede llevar a cabo una declaración de intenciones presumiendo de su edad, pero mi intuición es que la mayoría de la gente hará lo que sea para evitar parecer mayor. Es cuestión de supervivencia, de encontrar trabajo o pareja. Y los seres humanos llevan mucho tiempo tiñéndose el pelo precisamente por ese motivo”.
Una idea similar sostiene Sophie Fontanel: aunque su cruzada a favor del cabello gris ha tenido resultados evidentes, también muestra cierto escepticismo frente a que los gestos de actrices, cantantes, modelos y celebridades vayan a ser más que flor de un día. “Creo que algunas mujeres seguirán tiñéndose durante toda su vida, porque esta imagen de sus cabellos casi jóvenes las reafirma y las ayuda a asumir la realidad del tiempo que pasa”, explica la escritora. “Otras emprenden un camino distinto: siguen el paso a sus arrugas. Es como reformar una casa; o revocas los muros, que puede ser muy bonito, o dejas que la piedra se vea. Depende del gusto y la historia de cada persona”.
Sea mayoritario o indie, el poder simbólico de este gesto, en todo caso, ha quedado patente. En tiempos marcados por la inclusión y la negación de los tópicos, el triunfo del gris es la constatación de que los caminos de la belleza no solo apuntan a la utopía de la eterna juventud, sino a algo más sutil y, en cierto modo, más real y diverso. A veces hay que renunciar a algo para ganar mucho más.
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