“Lárgate de aquí, Jake. Esto es Chinatown”

No sentí nada especial, ni siquiera desencanto, cuando pisé Los Ángeles, la antipática ciudad de las estrellas y de las luces. Lo de tener que disponer obligatoriamente de un vehículo para moverte en una ciudad me parece aberrante. Los paseantes urbanos son ínfimos o inexistentes en esas calles. Y, por supuesto, conocía Los Ángeles a través de toda mi existencia viendo películas ambientadas allí. Pero también gracias al universo literario de un sarcástico, compasivo, duro, lírico, enorme escritor llamado Raymond Chandler. Yo había viajado literariamente muchas veces por ese paisaje y sus alrededores en las pesquisas y aventuras del lúcido, mordaz, solitario, escéptico y honesto detective Philip Marlowe.

A principios de los años setenta, Marlowe tuvo un heredero cinematográfico. Se llamaba Jake J. Gittes, un antiguo policía que después se ganaba la vida investigando infidelidades conyugales, siguiendo a gente con líos económicos o inmersa en la corrupción. En el encargo que recibe para espiar a un ingeniero hidráulico en medio de una atroz sequía, Gittes irá descubriendo una madeja interminable en la que nada es lo que parece, orquestada por el mal que representa el poder absoluto, intentando desvelar la retorcida verdad en medio de pistas falsas, estafas urbanísticas, manipulación, chantaje, falsos culpables, sombras de incesto, violencia externa e interna. El trágico desenlace de esta historia ocurrirá en el barrio de Chinatown, lugar donde años atrás murió una mujer de la que Gittes estuvo enamorado, alguien inocente que creó un enorme sentimiento de culpa en este hombre. Pero, según el guionista Robert Towne, Chinatown no pretende ser un espacio físico y ambiental concreto. Es otra cosa. Es una sensación enfermiza. Es, según sus palabras: “Una condición de conciencia total casi indistinguible de la ceguera, soñar que estás en el paraíso y despertarte completamente a oscuras”.

Sam Wasson ha titulado El gran adiós (Es Pop Ensayo, traducción de Manuela Carmona y Óscar Palmer) su libro sobre el rodaje de esta película legendaria y las personas que la parieron. Narra la apasionante historia con estilo literario y múltiple conocimiento, recurriendo a numerosas fuentes que participaron en la experiencia, intentando coordinar los datos reales con la libertad de su imaginación, describiendo situaciones y personalidades, hurgando en las complejas biografías del director Roman Polanski, el actor Jack Nicholson, la actriz Faye Dunaway, el productor Robert Evans y el guionista Robert Towne. Igualmente, de sabrosos personajes secundarios con muchas cosas que contar. El resultado es un documento que devoro con avidez. También la crónica de la revolución que ocurrió en el cine estadounidense en la bendita década de los setenta. El gran adiós me recuerda en su estilo y en su contenido al fascinante retrato que hizo Peter Biskind de aquella memorable generación de creadores, de su grandeza y de sus miserias, en Moteros tranquilos, toros salvajes.

Polanski, ese artista inconfundible y atormentado ser humano, había sufrido además de una infancia acorralada por los nazis en el gueto de Cracovia, el gratuito y espantoso asesinato de su embarazada esposa, la actriz Sharon Tate, y de su grupo de amigos, a manos de la fanatizada banda de Charles Manson. El productor Robert Evans se empeñaba no ya en ejercer el mecenazgo más lujoso, sino en creerse coautor y salvador de las películas que producía, incluida El padrino. El guionista Robert Towne se había especializado en inventar soluciones y escribir nuevas secuencias para películas atascadas, que parecían no funcionar en los primeros montajes. Jack Nicholson se quejaba amargamente de que la primera vez en la que disponía del protagonismo absoluto, su personaje pasaba la mitad del metraje con un aparatoso vendaje cubriendo gran parte de su rostro. Faye Dunaway se sentía castigada permanentemente por el implacable Polanski. Todo parecía conducir al desastre, defraudar unas expectativas brillantes.

Y en medio de la sofisticación, las fiestas, las dudas sobre la calidad de lo que se estaba creando, el trabajo extenuante, el derroche a muchos niveles, se añadió la llegada esplendorosa de la cocaína. Como alimento de trabajo, consumo lúdico y continuo, generadora de comportamientos ciclotímicos. Pero el milagro se produjo. Chinatown roza la perfección, es inquietante y magistral, rebosa inteligencia, estética, profundidad y clase.


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