Entre el gigante del lujo Louis Vuitton y el campeón de los cosméticos L’Oreal, ambos franceses, hay una compañía holandesa desconocida para el gran público que ocupa, sin apenas hacer ruido, el segundo cajón del podio de las empresas más grandes de Europa por capitalización bursátil. Su nombre es ASML, tiene más de 28.000 empleados y vale más de 300.000 millones de euros, tanto como tres veces el grupo Inditex, uno de los mayores grupos textiles del mundo. El motivo por el cual sonará de poco al consumidor medio es claro: su cliente no es el ciudadano, sino otros fabricantes de semiconductores, a los que proporciona máquinas clave para su producción.
Con el bum de la economía digital, los productores de chips, antaño invisibles, han saltado a un primer plano: su carencia está retrasando durante meses las entregas de coches, cada vez más equipados de sistemas tecnológicos que requieren de estos microscópicos componentes, y ha obligado a firmas como Apple a recortar a la mitad su producción de iPads para dedicar esos chips a su producto estrella, el iPhone. La lista de problemas que ha causado la escasez es larga, lo cual ha llevado a Bruselas a impulsar una ley para tratar de implantar en el continente un ecosistema fuerte y romper así la dependencia de EE UU y Asia —sobre todo de Taiwán, pero también de China y de Corea del Sur—. Planea la escena el riesgo de quedarse atrás en un sector tan potente, como ya sucediera en el mercado de la telefonía móvil, monopolizado por empresas asiáticas y estadounidenses tras el fracaso de la finlandesa Nokia.
Junto a ASML, hay otros tres actores fuertes que operan en Europa, sobre todo especialistas en la industria automotriz. No están al nivel del gran dominador global, la taiwanesa TSMC, ni de la coreana Samsung o los estadounidenses Intel y AMD, que compiten por elaborar los chips más pequeños del mercado, pero han ido ganando cierto tamaño para competir, y todas viven un momento dulce debido a la alta demanda global de sus productos.
El fabricante alemán de microprocesadores Infineon, valorado en 56.000 millones de euros, ha cerrado su año fiscal con un beneficio un 218% superior al año anterior. Su gama de chips tiene múltiples aplicaciones, de los automóviles a las lavadoras, pasando por los aparatos de aire acondicionado, los altavoces inteligentes, la seguridad de los teléfonos móviles o la identificación electrónica utilizada por los Gobiernos en tarjetas de salud, pasaportes o carnets de conducir. Otra protagonista es la holandesa NXP, con sede en Eindhoven, valorada en 58.000 millones de euros, que elabora chips para la industria del automóvil, infraestructuras de comunicación, móviles, aplicaciones industriales, ciudades que quieren desplegar 5G o redes de WiFi y equipamientos médicos entre otras.
La última en ese olimpo de elegidas europeas es STMicroelectronics, una firma franco-italiana pero con sede en la ciudad suiza de Ginebra. Es especialmente conocida entre los fabricantes de automóviles, a los que provee de chips presentes en cámaras, radares, cerraduras, iluminación y sistemas de calefacción, por citar solo algunos usos. En junio firmó un acuerdo con Renault para mejorar la eficiencia de sus vehículos eléctricos que se traducirá en una disminución del coste de las baterías, un aumento del número de kilómetros que se pueden recorrer tras cada carga, una reducción del tiempo que tardan en cargarse las baterías y una disminución del coste para el usuario.
Su beneficio aumentó en el último trimestre un 96% al pasar de 242 millones de dólares en el tercer trimestre el año pasado a los 474 millones de dólares este ejercicio (unos 420 millones de euros). Su valor en Bolsa ronda los 42.000 millones de euros, tanto como el banco español BBVA, pero si el coche eléctrico acaba prevaleciendo sobre el resto, el potencial de esta y las otras empresas europeas puede ser todavía amplio.
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