El fútbol ha sido siempre muy consciente de su enorme potencia política, en la misma medida en que lo han sido los gobiernos, en particular aquellos con mayores carencias democráticas. De ahí el tiento con el que la FIFA ha dosificado históricamente sus premios y castigos, y también la insistencia de regímenes de todo signo para procurarse la cobertura emocional de los fervores futbolísticos. Por eso resulta rara la contundencia y presteza con que la FIFA ha excluido a Rusia.
Las disputas por los favores del fútbol son antiguas. Ya Franco, con la guerra civil en marcha, maniobró para que la FIFA reconociera al bando golpista la legitimidad de su federación española frente a la republicana. Sin embargo, su primera gran decisión político-estratégica se produjo años más tarde, después de la Segunda Guerra Mundial. Ni Alemania ni Japón participaron en el Mundial de Brasil, en 1950. La federación alemana se disolvió en 1945 y ese mismo año la japonesa fue suspendida. Italia, en cambio, sí acudió, y defendió el título logrado en 1938 en Francia. Muerto Mussolini, el país se había alienado con los vencedores de la guerra.
Los dirigentes del fútbol siempre han querido hacer ver que no eran utilizados para satisfacer intereses políticos, salvo operaciones con sustanciosos réditos económicos. Pero han tratado de evitar los movimientos pequeños, como cuando estos días Polonia se negaba a jugar contra Rusia. Ya le sucedió a España en la primera Eurocopa, en 1960. El sorteo de los cuartos de final la emparejó con la URSS: ida en Moscú y vuelta en Madrid. Pero a Franco le incomodaba que los soviéticos jugaran en España y propuso disputar los dos encuentros en Moscú, o la vuelta en territorio neutral, o ambos partidos en un lugar neutral. La URSS se negó y España quedó fuera de la competición.
Por entonces, comenzó a fraguarse la exclusión de Sudáfrica del Mundial de 1966 en Inglaterra. Empezó la Confederación Africana de Fútbol, que en 1960 los expulsó por el apartheid. La FIFA la siguió un año más tarde, aunque los readmitió en 1963, cuando prometieron enviar al Mundial del 66 un equipo solo de blancos y otro solo de negros al de 1970. Rectificaron y volvieron a excluir a Sudáfrica. Hasta 1992.
Como con España en 1960, la FIFA tampoco cedió con la URSS en 1973 cuando se negó a jugar en Chile la clasificación para el Mundial de 1974. Prefirieron provocar uno de los momentos más esperpénticos de la historia del deporte. La selección chilena viajó a Moscú para la ida de la eliminatoria el 26 de septiembre, solo 15 días después del golpe de Pinochet (0-0). La FIFA ignoró los reparos de la URSS para disputar en noviembre la vuelta en el estadio Nacional de Santiago, que ya funcionaba como centro clandestino de tortura. Los soviéticos no viajaron Chile, pero la FIFA obligó a que los locales abrieran el campo, al que acudieron miles de personas, y a escenificar un gol. Sin oponente, los chilenos sacaron del centro y su capitán, Francisco Valdés, marcó en la portería vacía de un rival fantasma.
Más tensión rodeó al Mundial de España en 1982, que comenzó el 13 de junio, con un Bélgica-Argentina (1-0) y la guerra de las Malvinas aún en marcha. Los argentinos se rindieron al día siguiente, y el 17 de junio dimitió Leopoldo Galtieri, el militar dictador que inició el conflicto. Los argentinos llegaron a España pensando que controlaban la guerra. El sopetón fue mayúsculo. Passarella, el capitán, se arrepintió durante años: “No debí haber jugado el Mundial del 82. En Malvinas muchos chicos murieron y yo, como capitán, debí hacer algo para que no entráramos a la cancha”.
Las semanas previas, Margaret Thatcher sopesó con su gabinete la opción de ordenar la retirada del torneo de Inglaterra, Escocia e Irlanda del Norte. Pero les preocupaba molestar a España, por el turismo y porque el Gobierno de Felipe González había anunciado para unas semanas después la apertura a los peatones de la Verja de Gibraltar, trece años después de que Franco clausurara con ella el paso a La Línea. La ejecución del anuncio se demoró unos meses, hasta la noche del 14 al 15 de diciembre, cuando en una escena de primer día de rebajas de El Corte Inglés, según la crónica de EL PAÍS, “Francisco Romo Martín, un linense de 52 años, fue el primero en pasar desde el Peñón, adelantándose en el último momento a Carmen Worb, mientras se descorchaban botellas de champaña y una tuna amenizaba el histórico acontecimiento”.
Aunque en la decisión de mantener a las selecciones británicas en el Mundial tuvieron más que ver las posibles lecturas propagandísticas: Thatcher temía que se viera como una victoria de Argentina.
Otra guerra, la de los Balcanes, se entrometió en la Eurocopa de 1992. El 30 de mayo, once días antes del partido inaugural, la ONU acordó un bloqueo a Yugoslavia que incluía al deporte. El presidente de la FIFA, Joseph Blatter, anunció al día siguiente que su selección quedaba fuera de la Eurocopa y de la clasificación para el Mundial de 1994, aunque la decisión le incomodaba: “No creo que se deba mezclar la política con el deporte. Son cosas totalmente distintas”, dijo. Cosas totalmente distintas que llevan décadas íntimamente enredadas por el formidable poder del fútbol.
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