Los arqueólogos Salvador Ordóñez y Sergio García-Dils se fijaron en un bloque de piedra, aparentemente irrelevante, embutido en una de las esquinas de la iglesia en ruinas del convento de Santa Eulalia, e inmediatamente tuvieron el pálpito de que la otra cara de aquella pieza podía ocultar algo más. En aquella misma iglesia ya habían localizado otra losa del mismo tamaño, 112 centímetros de altura y 58 de anchura, y el mismo material, un tipo de caliza micrítica de color gris, usado frecuentemente en la Hispania romana hasta el siglo I después de Cristo, con una inscripción en latín en la que un esclavo liberado rendía homenaje a su antigua dueña por favorecerlo. ¿Podía aquel bloque de piedra esconder otro epígrafe romano? Tras examinar la pared, cubierta de grietas y rodeada de cascotes, encontraron una pequeña hendidura en la parte superior que les permitió introducir una cámara digital de altas prestaciones. Iluminaron el espacio, la pantalla de la cámara se encendió y allí apareció: una superficie pulimentada sobre la que se esculpieron, hace 2.000 años, cuatro líneas en latín, una especie de piedra de Rosetta de Marchena, en el formato característico que empleaban los romanos para sus monumentos, con letras capitales cuadradas.
Diez meses después de aquella inspección al monasterio abandonado de Santa Eulalia, en mayo de 2021, en una finca rodeada de olivos a cuatro kilómetros de la localidad sevillana de Marchena, Ordóñez y García-Dils han presentado los resultados de su investigación sobre esta inscripción en un artículo publicado en el Ficheiro Epigráfico de la Universidad de Coimbra.
El poder de Marco Cornelio
“Lo principal, sin duda, es que este texto documenta la existencia de un municipio romano en algún punto del entorno de Marchena, una ciudad de la que hasta ahora no teníamos noticias y de la que ignoramos el nombre y la localización. Quizás se corresponda con el lugar donde se encuentra Marchena actualmente, ya que en esta localidad apenas se ha investigado ni hecho excavaciones, o quizás con otro lugar cercano y que todavía no se ha descubierto, pero en cualquier caso no muy lejos, ya que la inscripción hallada en Santa Eulalia debía encontrarse en los alrededores del monasterio”, reconocen los arqueólogos sevillanos. Dicha losa se encontraba en el foro de esta ciudad romana desconocida y servía de pedestal a un tal Marco Cornelio. Pero, ¿quién era Marco Cornelio? Según la inscripción descifrada por Ordóñez y García-Dils no era un romano, sino un noble perteneciente a la aristocracia indígena que dominaba el sur de la península Ibérica a la llegada de las tropas imperiales a partir del siglo II a. C. Para la fecha en que fue erigida esta estatua, el siglo I d. C., este grupo se encontraba plenamente integrado en la estructura del Imperio y ocupaba cargos relevantes en la comunidad, como la de sacerdote o augur, es decir, quien interpretaba los auspicios.
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Según Ordóñez y García-Dils esta inscripción es “el primer testimonio en las provincias hispanas de un augur en un municipio, pues los conocidos hasta el momento han aparecido en ciudades que son colonias romanas”. Marco Cornelio también ocupaba otros cargos importantes, ya que era uno de los integrantes del grupo de cuatro magistrados que constituía el poder ejecutivo de esa ciudad, los llamados quattuorviri. Esta inscripción es un testimonio del reconocimiento social del que disfrutaron los aristócratas locales que protagonizaron el cambio cultural que se manifiesta en toda la Península, y especialmente en el sur, en la Bética, con la aceptación de los valores romanos y la ideología imperial. “Fue a través de estas élites locales que Roma controló su imperio”.
La inscripción no indica cuáles fueron los motivos concretos por los que se le dedicó a Marco Cornelio esta estatua, pero debieron ser de peso, ya que en su construcción no solo participaron los munícipes, es decir, los ciudadanos de pleno derecho, sino también los incolae, que agrupaba tanto a los extranjeros como a los indígenas con menos derechos.
La respuesta a muchos de los enigmas planteados por este pedestal, como el nombre de la ciudad romana en la que se encontraba la losa, o los méritos de Marco Cornelio para recibir este homenaje, se podrían encontrar en las ruinas del monasterio de Santa Eulalia. “Puede haber otras losas embutidas dentro de las paredes y fuera de la vista. Habría que investigar y para ello es necesario excavar”, concluyen los arqueólogos sevillanos.
El abandono en que se encuentra el convento desde hace décadas, sin vallados que impidan el libre acceso u otras medidas de protección, ha llevado a las principales asociaciones dedicadas a la defensa del patrimonio en Andalucía a apoyar el manifiesto de la Asociación Amigos del convento de Santa Eulalia de Marchena. Formada por varios vecinos de la localidad, esta organización tiene como objetivo evitar la desaparición material del convento, rescatar del olvido su historia y ponerla en valor para el disfrute de vecinos y visitantes. Ya en 2019, la situación era tan grave que la asociación Hispania Nostra incluyó al convento de Santa Eulalia en su lista roja con un informe concluyente: “Si no se actúa pronto, (el monasterio) corre el riesgo de desaparecer”.
Un monasterio clave en la evangelización de América
Quien visite hoy las ruinas del convento de Santa Eulalia, con sus muros cimbreantes, a los que parece que se puede llevar por delante un golpe de viento, y su interior cubierto de vegetación y de los restos de una cubierta desaparecida hace décadas, no podrá imaginarse que durante varios siglos este sitio fue el principal centro de formación espiritual de los franciscanos en Andalucía, con una biblioteca de más de 4.000 ejemplares, y de donde surgieron por lo menos dos santos de la Iglesia católica: San Diego de Alcalá, a quien le debe su nombre la ciudad californiana de San Diego, y tan popular en los siglos XVI y XVII que hasta Lope de Vega le dedicó una obra de teatro en 1613, o San Juan Grande, canonizado por Juan Pablo II en 1996, que, cuando era adolescente, descubrió su vocación de servir a los pobres durante un retiro espiritual en este convento.
Estos personajes sirvieron de inspiración a cientos de religiosos que durante cuatro siglos se formaron en este lugar, de donde partieron a difundir el evangelio por los confines del mundo, como Juan de Santorcaz, evangelizador en las islas Canarias, o Luis de Bolaños, protector de los indios en Argentina y Paraguay y autor del primer catecismo en guaraní. Varias calamidades en el siglo XIX, como la destrucción provocada por la invasión napoleónica de 1808, o la desamortización de Mendizábal en 1835, que privó al convento de las tierras que garantizaban su sostén, provocaron que para 1867 estuviese ya completamente abandonado.
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