Las llaves del cadáver en Bucha


Nunca encuentro las llaves. Ni las gafas. Ni el móvil. Me paso la vida buscando alguna de las tres cosas, o todas juntas, y eso que las llevo siempre encima. Las gafas, de diadema, cuando no puestas. El móvil, al cuello, cual yugo de esclava por gusto. Y las llaves, engarzadas a una bola como de presidiaria para palparlas al bulto en el fondo del saco que llevamos a cuestas quienes pasamos todo el santo día fuera de casa. Aun así, las pierdo continuamente, o creo haberlas perdido hasta en pesadillas, y las busco blasfemando cual posesa hasta que doy con ellas o me doy cuenta de que las tengo en el puño. Porque las llaves son el único equipaje imprescindible en todo viaje, por corto que sea. Aún a malas, malísimas, podría salir de casa sin gafas ni móvil ni dinero, pero no sin llaves para poder regresar al nido. Llevarlas significa querer volver al lugar de donde saliste. Un billete de ida y vuelta a la guarida donde guarecerse hasta de uno mismo.

Quizá por eso, por mi tendencia a perderlas, de todas las fotos de mujeres y hombres ucranios asesinados en Bucha por las tropas rusas, la que me conmovió en lo más hondo fue la de alguno que yacía con el manojo de las llaves de su vida al alcance de sus manos deformadas por el rigor mortis. Más que la de la anciana —¡cómo se parecen las ancianas de Bucha a las de Burgos, sin ir más lejos!— mirando a su hija muerta en el patio de su casa. Más que la de los cuerpos apilados en fosas comunes dentro de bolsas de basura como las del jardinero que poda los setos de mi urba. Más que la de los civiles con tiros en la nuca y las manos atadas a la espalda. Sí, será que estoy embrutecida y todos esos horrores ya los había visto en otras guerras. Pero las llaves de los paisanos de Bucha, asesinados cuando salían de casa a comprar patatas, estirar las piernas, o ver algo de luz en el túnel, han roto mis compuertas. Salían a cuerpo, llaves en ristre, con la idea de volver a casa. Ahora, con suerte, los enterrarán con ellas.

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