Las mil y una vidas de la catedral de Burgos

Resulta difícil entender, bajo las imponentes agujas góticas y el solemne cimborrio de la catedral de Burgos, que este monumento inapelable y eterno “nunca pare quieto”, como dice Álvaro Miguel. El restaurador y especialista en su mantenimiento desde hace 20 años emplea esta metáfora para explicar que en los ocho siglos que cumple este templo el 20 de julio las transformaciones que han realizado distintos artistas han conseguido que “se mantenga vivo”, añade René Payo, catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Burgos y miembro del comité asesor de la Fundación VIII Centenario.



Fue el 20 de julio de 1221 cuando el rey Fernando III el Santo, y el obispo don Mauricio, prelado de la diócesis de la ciudad, colocaron la primera piedra de este gran monumento que es patrimonio de la humanidad desde 1984 por ser el gran edificio del gótico español. “Muy probablemente, el obispo y el monarca recurrieron a maestros franceses procedentes del entorno de París, para hacer las trazas y comenzar las obras”, explica Payo. A aquel primer edificio que se construyó en tiempo récord, nueve años, donde antes había una pequeña iglesia de estilo románico, “se le fueron añadiendo una serie de elementos sumamente singulares en momentos de esplendor para la ciudad de Burgos, en los siglos XV y XVI”, apunta el experto en la catedral sobre una de las cualidades de este templo: la amalgama y riqueza de estilos.

Esas singularidades en algunas ocasiones pasan inadvertidas al ojo del visitante. Con la ayuda de René Payo, EL PAÍS recorre esos lugares para desvelar algunos de los secretos de la catedral de Burgos en su octavo centenario. Siempre con el permiso del icónico Papamoscas, la atracción del templo. Cada hora en punto, este autómata del siglo XVI abre la boca y mueve el brazo derecho con cada campanada. “Forma parte del imaginario de todos los niños de Burgos”, asegura el experto. Y de todo aquel que mira el reloj y corre a esta esquina de la catedral para no perderse el espectáculo.

Para llegar al primer balcón del cimborrio de la catedral, el espacio central, la cúpula que da luz al templo, Álvaro Miguel va en busca de una de esas llaves antiguas, con años de historia, y abre una pequeña puerta de madera que da acceso a una escalera de caracol demasiado larga para subir con mascarilla. Al final del recorrido, otra pequeña puerta se abre al techo desde donde se ven las dos agujas, la capilla de los Condestables y el exterior del cimborrio donde aún quedan piedras grises para recordar, a los afortunados que llegan hasta aquí arriba, el color que llegó a tener el templo por el paso del tiempo y el resultado de los 25 años de tareas de restauración.

Una vez en el cimborrio, el que se reconstruyó tras el hundimiento del original en 1539, la sensación de vértigo solo se pasa al observar las tallas que componen esta luminaria. “Los dos pisos que constituyen el cimborrio están calados por una serie de grandes ventanales cubiertos con interesantes vidrieras del siglo XVI”, explica Payo. “La bóveda principal, plana, está hecha de tal manera que no solo penetra la luz a través de los ventanales, sino también a través de la zona cenital”.

Además, hay una mezcla de elementos simbólicos tanto de tipo religioso como civil. “Están representadas algunas de las devociones más acendradas de la diócesis de Burgos, como santa Victoria, santa Centola y la Virgen en su misterio de la Ascensión, al cual está dedicado el templo”, detalla Payo. “Aparecen los protagonistas que contribuyeron a la financiación del templo: el escudo del emperador Carlos V, el del obispo que entonces regía la diócesis de Burgos en 1539, el cardenal Álvarez de Toledo, y el escudo de Burgos. Es singular porque está rematado con una maqueta de cómo era la ciudad en el siglo XVI”. Todos estos detalles convierten al cimborrio “en una obra transitiva entre el estilo gótico y el renacentista y considerada por muchos historiadores como una de las más singulares de la arquitectura española de los años centrales del siglo XVI”.

Desde el cimborrio, de vuelta por los tejados de la catedral, se accede al balconcillo que recorre las naves central y del crucero. Antes de llegar a este espacio, Payo y Miguel se cuelan por la parte superior de las bóvedas. Al mirar al techo respiran con cierto alivio. En la restauración de los años setenta se cambió la estructura de madera por una de metal. “No fue la mejor restauración, pero por lo menos ahora estamos seguros de que no nos puede pasar como a Notre Dame”, dice Payo, recordando el incendio del templo de París en 2019. “El triforio es el heredero de las antiguas tribunas románicas. En el gótico sirve para comunicar distintos ámbitos de las zonas altas de la catedral”, explica el experto, asomado en esta balconada desde la que se observa el altar mayor de la catedral.

Desde el triforio, manteniendo el equilibrio en el estrecho pasillo, se observa el presbiterio, el espacio en torno al altar. “Se caracteriza por tener una enorme profundidad siguiendo los modelos franceses frente a las catedrales que se van a construir más tarde en España”, anuncia Payo sobre esta zona de la catedral, donde se mezcla el gótico primitivo de la bóveda de cierre, el del siglo XVI en la bóveda que sufrió las consecuencias del hundimiento del cimborrio y elementos del XVI y el XVI en el retablo mayor, la parte que se lleva todo el protagonismo desde estas vistas.

El que ahora pueden ver los visitantes es del siglo XVI y está firmado por los hermanos De la Haya. “Es un retablo grandilocuente, imitando los modelos miguelangelescos y está dedicado a exaltar los misterios marianos, ya que la catedral está dedicada al misterio de la Virgen María, en su misterio de la Asunción”, explica Payo.

En la parte posterior, en la que no se ve (a menos que tengas la suerte de que dos expertos te permitan acceder por estrechas escalinatas de madera, con la única luz del teléfono), la madera original con sus parches para soportar esta gran estructura es un libro de historia que recuerda que aquí primero hubo un retablo sencillo, tal vez solo de pintura, en el siglo XIII. “Fue sustituido por otro en el siglo XV del que solo se conserva la talla titular de la diócesis, Santa María la Mayor, regalo del obispo don Luis de Acuña”. Una figura en plata policromada capaz de resaltar entre la profusión de escenas.

De vuelta a la tierra, después de tocar casi el cielo de la catedral iluminado esta mañana por la luz que entra por las vidrieras, Payo se para al lado de la tumba del Cid, “uno de los burgaleses más universales”, y su esposa, doña Jimena. Los restos se trasladaron al centro de la catedral hace un siglo desde el Ayuntamiento de Burgos en una solemne ceremonia, como recuerda. Aun así, los visitantes se acercan para preguntar si el experto está convencido de verdad de que quien descansa en este templo es el Cid y no otro. La duda se mantiene.

La tumba del Cid está enmarcada por el gran rosetón del brazo sur, “el único conjunto de vitrales originarios del siglo XVIII de la catedral”; la escalera dorada que sirve para unir la puerta de la coronería, es decir, la calle alta de la ciudad con el templo; y el coro del siglo XVI, elaborado en madera por Diego de Siloé, con 103 asientos desde donde se ven dos de los seis órganos que hay en el templo.

La escalera dorada funciona casi como un ascensor que conecta el edificio con otra altura de la ciudad. Y es el recuerdo de que para construir la catedral fue necesario cortar la falda del castillo donde se edificó. Esto produjo un desnivel de ocho metros que ahora se salva con esta obra de hierro forjado, inspirada en el Renacimiento italiano, con 19 escalones adornados con temas vegetales, zoomorfos y de santos.

Antes de llegar a uno de los sepulcros más notables de la catedral, Payo se para en la entrada. Al lado del mostrador donde se venden las entradas aparece un gran boceto, son solo líneas negras, de un cristo. En algún momento debió estar coloreado. El dibujo que se observa ahora es uno de esos descubrimientos que mantienen viva la catedral y que aparecen cada cierto tiempo.

“Las catedrales son espacios de la muerte, espacios funerarios donde se enterraba a grandes personajes”, lanza Payo con solemnidad. Estas personalidades descansan bajo lápidas en el suelo, como el Cid, en tumbas exentas o en tumbas parietales, las que se construyen en las paredes. A don Pedro Fernández de Villegas le enterraron en una de este tipo. “Es un magnífico sepulcro de finales del siglo XVI. Este importante canónigo burgalés pasó buena parte de su vida en Roma. Tuvo gran importancia en la historia de la literatura española porque fue uno de los traductores de la literatura italiana del trecento, en concreto fue el primer traductor de la Divina Comedia de Dante”, recuerda el catedrático. Su deseo era ser enterrado en la catedral. Las obras de su sepulcro terminaron en 1500, pero tardó 30 años más en morir. Durante tres décadas pudo contemplar la que sería su tumba.

En 1994 comenzaron las grandes obras de restauración de la catedral. 25 años, 60 millones de euros, y un templo a punto para celebrar su nuevo centenario. Por toda la catedral hay vestigios de estos trabajos. En columnas, esculturas, paneles… aparece el color gris de la piedra sucia. Miguel cuenta que fue el encargado de decirle en más de una ocasión a los restauradores que pararan de limpiar. Aunque solo fuera una esquina de recuerdo.

“La última gran obra de restauración fueron estas esculturas del trasaltar, de la girola de la catedral”, explica Payo frente a una obra del renacimiento español de Felipe Vigarny. La piedra usada, distinta a la del resto del templo procedente de las canteras de Hontoria, es blanca, fina, casi parece arena de playa. Miguel no recuerda un día que no tuviera que recoger o limpiar los trozos que caían de estos murales. “Después de un enorme esfuerzo de saneamiento, esperamos que pueda lucir de manera perfecta otros 500 años”, confía el catedrático.

La catedral de Burgos cuenta con 18 capillas y a la que los visitantes nunca dejan de ir es a la de los Condestables, uno de sus espacios más singulares. Fue construida en los últimos años del siglo XV por la familia formada por los Fernández de Velasco y los Mendoza, representados en las figuras de don Pedro Fernández de Velasco y doña Mencía de Mendoza. “En estas dos figuras se unían casas nobiliares de la baja Edad Media española”, apunta Payo.

La construcción de esta capilla comienza cuando el condestable se marcha a la guerra de Granada y le deja encargado a su esposa la construcción de una capilla funeraria. “Este espacio lo levanta Simón de Colonia sobre una pequeña capilla, la de San Pedro, y una serie de terrenos que se ganan a la ciudad. Desarrolla una arquitectura grandilocuente marcada por la luz porque la capilla está dedicada a la presentación del niño en el templo, a la fiesta de las candelas”, explica el experto. Al mirar hacia arriba, la galería de luz que diseñó Arnau de Flandes está decorada con el sol naciente, el de poniente, y el cenital. Esa luz ilumina el sepulcro de los condestables, construido por orden de su hijo porque no pudieron ver en vida los bultos funerarios.

“La capilla es un ejemplo de arquitectura tardogótica y un contenedor de obras artísticas de los siglos XV y XVI”, dice Payo en referencia a los retablos. En uno aparecen reflejadas las devociones de la condestablesa, ejecutadas por Gil de Siloé a finales del siglo XVI. En el lado contrario, las del condestable. “El retablo mayor es singularísimo por la calidad de las piezas y su tipología, ya que es el primer gran retablo escenario que se construye en la península Ibérica obra de Felipe Vigardy y de Diego de Siloé”.

Tras el fallecimiento de los condestables, sus herederos continuaron con la decoración de la capilla y trajeron la imagen de María Magdalena del obrador de Leonardo da Vinci de Milán. “Muy probablemente pintada por el Giampietrino, Giovanni Pietro Ricci, uno de los más importantes pintores lombardos de comienzos del siglo XVI”, cuenta Payo.

La parada en esta capilla sirve para hallar uno de los ejemplos del rico conjunto de pinturas que van desde la Edad Media al Barroco. “Es una pieza traída de Italia por don Gonzalo Díaz de Lerma, que se encuentra enterrado a los pies de la pintura y es una de las mejores obras que hay en España de la pintura del primer Cinquecento italiano”, afirma el experto sobre la tela realizada por Sebastiano del Piombo, uno de los discípulos de Miguel Ángel en la Roma de comienzos del siglo XVI. “Une la estética de la escuela romana con esas figuras sumamente corpulentas de la Virgen con el niño, con la escuela veneciana, de donde era el autor, en el paisaje que se desarrolla como telón de fondo”.

En esta capilla se da el encuentro de dos religiones. Alfonso de Cartagena, obispo del siglo XV, enterrado en este espacio, era hijo de Pablo de Santamaría, que había sido el gran rabino de la judería de Burgos en los años finales del siglo XIV y principios del XV. “Se convirtió al cristianismo y pasó casi de ser rabino a obispo, como sucedió con su hijo”, recuerda el experto.

Este “ilustre hombre”, como lo llama Payo, “fue un personaje muy importante en la política y la religión en la época de Juan II”. Tuvo un papel destacado en el Concilio de Basilea: “Sus intervenciones y su defensa de los intereses castellanos hicieron que el concilio se decantara por la castellanidad de las islas Canarias, en aquellos momentos en duda entre Portugal y Castilla”. Antes de volver a Burgos, además, hizo parada en Colonia (Alemania). “Allí es muy probable que contratara a Juan Colonia, uno de los grandes impulsores de la transformación del templo”, concluye el catedrático.


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