Las tres estaciones de la legalización del cannabis


Allá por 2007, cuando la legalización del cannabis para uso terapéutico se abría paso en los Estados más progresistas de EE UU, el presidente Barack Obama era aún reticente. Pero dejó claro esto: “No voy a tener al Departamento de Justicia persiguiendo y deteniendo a los consumidores de la marihuana medicinal. No sería un buen empleo de nuestros recursos”. Se abrió así la primera grieta en la guerra contra las drogas que había declarado Richard Nixon en 1967, en una década convulsa cuyos cambios sociales eran difíciles de asimilar para los conservadores.

Cuando Obama dijo eso, en California los derivados del cannabis —el hachís y la marihuana— podían obtenerse legalmente si un médico los prescribía. Como la hierba estaba indicada para un amplio abanico de supuestos —enfermos en quimioterapia, con ELA o glaucoma, pero también dolores de cabeza, asma o trastornos del sueño—, floreció el negocio de los doctores que la recetaban, y se anunciaban con vistosos carteles con el perfil de la famosa hoja. Ese filón para los médicos acabó en 2018, cuando se aprobó, en la estela de Colorado, permitir el consumo recreativo. Ya no hacía falta decir que a uno le costaba dormir, quién iba a negar eso, para acudir al dispensario.

Tras medio siglo de prohibicionismo, la descriminalización del cannabis se abre paso en el mundo por tres caminos. El primero es dejar de perseguir a los consumidores, lo que se ha extendido por muchos países; el segundo, la regulación del producto para uso medicinal, como en Italia, Portugal, Alemania, Chile o Colombia; el tercero agarra el toro por los cuernos y es la legalización del consumo por placer o vicio, según se mire. Ese paso lo han dado en la última década Uruguay, Canadá y 16 Estados de EE UU. Países Bajos ya lo hizo en los setenta (y no por eso se consume más allí). México está en ello.

La proposición de ley de Más País para una ley integral del cannabis fue rechazada el martes por el Congreso: apoyada por Podemos, Ciudadanos y casi todos los nacionalistas, fue bloqueada por PSOE, PP y Vox. En el debate, Íñigo Errejón parafraseó a Adolfo Suárez: “Se trata de regular lo que en la calle ya es normal”. Los socialistas, temerosos quizás del uso que haría la derecha de este asunto contra ellos, prefieren remitirse a la comisión que promovió el PNV para estudiar el uso terapéutico de la planta. No quieren saltarse la estación intermedia.

El cannabis está indicado para pacientes de graves dolencias, a los que solo los más intransigentes negarán el alivio que procura. Es difícil de explicar que no se haya legislado ya en España su empleo compasivo, salvo por el temor a que sea un coladero para todo tipo de usuarios. La experiencia de California invita a pensar que es más honesta y transparente una regulación completa y vigilante. Los porros no son inocuos en absoluto, como no lo son otros productos de venta libre, por no citar las drogas duras pero legales como los opioides, que en EE UU han creado una crisis de salud pública que recuerda a la de la heroína en los ochenta.

La cuestión, como sugería un dubitativo Obama en 2007, es si la persecución del cannabis genera más daños de los que previene. Porque la sustancia está fácilmente disponible y, en muchos ámbitos, bien aceptada; porque lo más común es un consumo poco problemático para la sociedad y, sobre todo, porque las leyes de mano dura han enriquecido a las mafias del narcotráfico y se han cebado con los humildes, castigados por menudeo o tenencia de pequeñas cantidades.

La opinión de Obama, por cierto, evolucionó con el tiempo. En 2014, dijo a David Remnick, director del New Yorker: “Como es sabido, fumé hierba de joven, y lo veo como un mal hábito y un vicio, no muy diferente de los cigarrillos. No creo que sea más peligroso que el alcohol”. EE UU ha abandonado sin traumas una tradición represora. Sorprende que España se quede atrás en este debate, cuando en otros desafíos ha querido estar en la línea de los más avanzados.

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