Las verdes praderas del Llorente sin bridas

Marcos Llorente, contra el Mallorca en el Wanda.
Marcos Llorente, contra el Mallorca en el Wanda.JUAN MEDINA / Reuters

Una especie de ley natural suele conducir a los jugadores de adelante hacia atrás, de las posiciones que generalmente se sueñan de niño —delantero y goleador— a las que luego se adaptan a la cruda realidad. Algunos sueñan y se quedan en la delantera, otros se trasladan a los estratégicos terrenos del medio campo y muchos derivan hacia la defensa, revertiendo las promesas de su imaginación. Se ocupan de defender su área y neutralizar a los delanteros. Con todas las excepciones que se quieran, suele ser el trayecto habitual. Por esa razón, la reconversión de Marcos Llorente en delantero, y parece que de los buenos, genera una desconcertante expectación.

Llorente no es un caso excepcional. El galés John Charles, conocido como el Gigante Tranquilo, figura entre los mejores futbolistas británicos de la historia, después de una carrera que le llevó del centro de la defensa a la punta de la delantera, primero en el Leeds y luego como estrella de la Juve de los 50. Máximo goleador del calcio en 1957, Charles representó un modelo muy poco habitual que en España ha contado con algunos representantes.

Dos de ellos emergieron en los años 80. En 1989, el Athletic pagó los 300 millones de pesetas establecidos como cláusula de rescisión del contrato de Loren con la Real Sociedad. En su día fue el segundo fichaje más alto en el panorama de jugadores españoles. Loren, central en sus comienzos, fue reubicado con éxito por John Toshack como ariete del equipo donostiarra. En el Athletic solo jugó dos temporadas y solo marcó nueve goles. Cuando regresó a la Real, se instaló de nuevo en la defensa.

El caso de Caminero fue más complejo. Alto, técnico y poderoso, comenzó como extremo derecho en el Castilla. Sin la típica explosión de los extremos, Caminero fichó por el Valladolid, donde destacó como líbero, alojado por el técnico colombiano Pacho Maturana. Juntos llegaron al Atlético en 1993. En apenas unos meses, Caminero fue líbero, medio organizador y fenomenal centrocampista de ataque. Ídolo de la hinchada colchonera, emergió del Mundial de 1994 como uno de los futbolistas más cotizados de Europa, después de un atípico recorrido de ida y vuelta por la geografía del campo.

Marcos Llorente tiene 25 años. Se supone que a esa edad las características de un futbolista están más que detectadas. Después de cuatro temporadas en Primera, una en el Alavés y tres en el Real Madrid, se enroló en el Atlético como mediocentro, posición de claro perfil estratégico para la que Llorente fue educado desde las categorías juveniles. Rara vez se ubicó en otro puesto, y cuando lo hizo fue para retrasarse.

Es difícil encontrar similitudes entre las garantías tácticas que se requieren de un medio centro y el desenfadado optimismo en los delanteros, salto al vacío que Llorente concretó en su inolvidable media hora de Anfield. Simeone le lanzó al mar sin flotador y el experimento fue un éxito espectacular, tanto por el impacto de aquella noche como por su reedición en los últimos partidos de LaLiga.

Quizá había un delantero apresado en los estrechos márgenes de un medio centro. Había algo expansivo en Llorente que no se ajustaba al ortodoxo canon del puesto. Si la genética sirve de algo en el fútbol, Llorente procede de una saga de deportistas que ha producido tanta velocidad como despliegue. Cualquiera que sea la razón, este Llorente sin bridas desprende una energía feliz, como si no hubiera nacido para confinarse en las minuciosas labores del medio campo. Necesitaba espacio y libertad, las verdes praderas. Las ha encontrado en una reconversión casi inaudita en el fútbol. Y todo a a un éxito de largo alcance.


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