Entre proponer “el freno a la inmigración” ante el incremento del carácter multiétnico de la nación y presentarte a las elecciones con una plataforma llamada Reconquista emulando una distopía de Houellebecq, hay una cuestión de grado: lo primero casi parece algo razonable. Ese sería el papel más evidente jugado por el ultra Éric Zemmour en la primera vuelta de las presidenciales francesas. El menos obvio sería el impacto que ha tenido en esa Francia multiétnica. El ejemplo paradigmático es la formidable movilización de la periferia parisiense de Seine-Saint-Denis, donde viven minorías de origen africano, argelino, indio, chino, turco y de muchos otros lados, que se agolpan cada mañana sobre el ramal del tren de cercanías RER para ir a trabajar mientras la gente de los barrios más acomodados de París no coge jamás el metro y solo interacciona con ellas si forman parte de su servicio doméstico. Las primeras han votado a Mélenchon y su idea de la “República criolla”; las segundas han preferido a Zemmour, el candidato que les instigaba con su teoría del reemplazo y que ha obtenido una considerable ventaja en las zonas más ricas de las grandes ciudades. Geografía e identidad, dos elementos que permiten hablar de una americanización cada vez más evidente de la política francesa.
Zemmour no ha sido un bluf mediático: ha desencadenado un doble efecto que han aprovechado Le Pen y Mélenchon desde posiciones antagónicas. La diferencia es que Le Pen seguirá beneficiándose del Mr. Hyde que representa Zemmour mientras ella sigue jugando a ser el Dr. Jekyll. Que aquél hable de reconquista le permite proponer cómodamente la idea de la prioridad nacional en el acceso a las ayudas sociales, el empleo o el alojamiento, y quedarse tan fresca. Esa afirmación tan nativista de la nación se hace a través de una hábil comunitarización de los valores republicanos, que nacieron con vocación universalista. Macron ha empezado a disputarle esa idea excluyente de Francia al asegurar, desde su liberalismo, que no se opondrá al uso del velo en el espacio público, mientras el Mélenchon de la tercera Francia habla, sí, de la “República criolla”, y también de “la Europa de las naciones”. Pero el universalismo es la negación del nacionalismo y la identidad, algo que empieza a faltar en los discursos políticos de la izquierda. Si Francia abandona el universalismo que la define, ¿qué será?, ¿su vino y su queso?, ¿la Torre Eiffel y la moda? Es otra de las victorias de Zemmour: la negación de lo que es y significa Francia, y otra prueba más de su americanización. Pero este ensimismamiento francés impide ver la escala de lo que nos jugamos en estas elecciones: apostar por Le Pen supone, en realidad, que Europa renuncie a liderar una idea de democracia universalista que sirva de freno al bélico mundo autocrático que estos días nos muestra su rostro verdadero: fosas comunes, violaciones, crímenes de guerra. Mientras, Le Pen acaricia gatitos.
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