Donald Trump se conforma con hacer el signo de la victoria, aunque su derrota sea de las que escuecen. La retirada de las tropas de Estados Unidos de la región siria fronteriza con Turquía, decretada por Trump tras una llamada telefónica de Erdogan, está ya inscrita en los anales de la traición y de la infamia, aunque el insensato presidente se enorgullezca de la obtención de una tregua de cinco días por parte de las tropas turcas, con la que pretende haber salvado “millones de vidas”.
Cinco horas duró la conversación entre el vicepresidente Mike Pence, enviado por Trump, y el presidente Erdogan, para enmendar el desastre de la desbandada estadounidense. A cambio de un alto el fuego apenas obedecido —al día siguiente todavía seguían los bombardeos turcos sobre territorio kurdo—, Trump se comprometió a renunciar a las sanciones comerciales con las que anduvo amenazando a Erdogan por su desconsiderada interpretación de la luz verde a la invasión de Siria.
El negocio para Ankara es formidable. Tal como ha destacado el republicano Mitt Romney, las 120 horas de alto el fuego decretadas tienen toda la apariencia de un ultimátum a las milicias kurdas para que se retiren de la franja fronteriza donde Erdogan está instalando las suyas. Turquía ahorrará esfuerzo bélico, y ambos bandos, bajas entre los combatientes, además del sufrimiento civil, pero militarmente es una bendición para el ejército turco. Tiene toda la lógica que el portavoz de Ankara rechace la idea de una tregua, solo admisible cuando se enfrentan ejércitos mutuamente reconocidos. Para Erdogan, las milicias kurdas son grupos terroristas a los que hay que exterminar. Y la región autónoma gobernada, bajo el nombre de Rojava, un pésimo ejemplo político a obliterar para que no cunda.
Para facilitar las cosas a Erdogan, Trump le ha escrito una carta que constituye una extravagante aportación a las relaciones internacionales, por su descabellada argumentación, su impericia diplomática e incluso sus afrentas al presidente turco, indignas del primer magistrado estadounidense y con seguridad perjudiciales para el prestigio de su país. Su destino ha sido la papelera. Trump compite consigo mismo en su degradación, cada vez más bajo, hasta destrozar la diplomacia estadounidense y el resto de prestigio que pudiera quedarle a la Casa Blanca. Empieza a intuirse el final: el mentiroso compulsivo caerá aplastado por el alud de sus mentiras, pero seguirá haciendo el signo de la victoria.
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