Las vidas que ETA nos robó


Yo estaba en Aragón el 11 de diciembre de 1987. Trabajaba en RNE-Teruel y acababa de terminar la carrera yendo y viniendo a Madrid, a la Universidad Complutense. Pero cuando la historia de José Mari y Víctor cayó en mis manos a principios de 2019 me costó encontrar recuerdos personales de aquel día. Nada, apenas la noticia del atentado que había destruido la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza y el impacto de que había niños muertos; lo cubrieron los compañeros de la capital y a los de Teruel supongo que nos tocaría recoger declaraciones de condena. No sé qué estuve haciendo ni cómo me enteré y, pasada la conmoción, no volví a pensar en qué sería de los huérfanos que dejó la masacre. Daba por descontado que estarían arropados. ¡Cómo no iban a estar arropados!

Mi incapacidad para recordar resultó frustrante y reveladora. Pensé en aquellos años ochenta cuando España se quitaba el estigma de la dictadura y el futuro era un lugar cálido donde todo iría a mejor, siempre a mejor. ETA era un anacronismo dramático que irrumpía para bañar de sangre los informativos durante unos días y después volvíamos a nuestras movidas. Seis meses antes del atentado en Zaragoza, el 23 de junio de 1987, yo estaba en Madrid para hacer el último examen de la carrera. Por la tarde, mientras me arreglaba para salir de fiesta a celebrar el adiós a la Facultad, seguía por la radio el espanto de la bomba en el Hipercor en Barcelona.

ETA siempre estaba ahí. Como muchos de los que nos hicimos jóvenes en la democracia de 1978, apenas tengo memoria anterior a su presencia constante en nuestras vidas. En la Universidad, en algunos círculos de la izquierda, aún había quien defendía con una aureola romántica a la banda que había asesinado a Carrero Blanco y con él la sucesión más evidente de Franco. Recuerdo discusiones acaloradas en las que los muertos de cada día apenas contaban porque eran guardias civiles o militares, gobernadores o policías. Es verdad que siempre éramos mayoría los que considerábamos insoportable cada asesinato, cada vida insustituible, pero la discusión siempre era teórica, como si la sangre caliente, el dolor y la pérdida concreta de vidas humanas formaran parte de un paisaje inevitable.

Luego me hice periodista y ETA se convirtió en un trágico epígrafe de la agenda informativa. Y aun así, sabía mucho más de la política antiterrorista de cada Gobierno que de la suerte de los supervivientes de los atentados cuando los focos se apagaban. Sus tragedias íntimas no conjuntaban con aquella España del 92 en la que no se ponía el sol.

José Mari y Víctor me esperaban hace dos años en Bilbao con los ojos muy abiertos para sacarme de esa intolerable ignorancia. Fui a conocerlos un viernes de febrero porque querían contarme su historia por si me interesaba escribirla. Echamos unos vinos y unas risas nerviosas sobre cualquier cosa antes de comer. Me parecieron muy jóvenes y no solo físicamente. Íbamos a hablar de una herida muy antigua, que se había producido en 1987, cuando yo acababa de graduarme en la Universidad. Y tenía ante mí a dos hombres con la mirada y la actitud expectantes propias de dos adolescentes. Como si en el fondo creyeran que contando su drama pudieran rescatar lo perdido.

Enseguida quedó claro que no tenían la misma motivación. José Mari estaba convencido de que su historia merecía conocerse. Víctor hablaba con distancia, insistía en que solo participaba por si a su hermano le venía bien para librarse de sus fantasmas. Él se consideraba a salvo de la hecatombe emocional que había convertido los días y las noches de José Mari en un infierno. Desde el primer momento me sorprendió su inocencia, su desconocimiento de las leyes de apoyo a las víctimas, lo que habían tardado en conseguir un mínimo resarcimiento y su distancia asqueada del debate político. En alguna medida seguían conservando la perplejidad de los niños de 13 y 11 años que se fueron a dormir una noche con su familia y a la seis de la mañana una bomba destruyó la mitad de su casa y mató a su padre, José Pino; a su madre, María del Carmen Fernández, y a su hermana Silvia, de 7 años. Era como si el tiempo se hubiera detenido ahí y su maduración solo hubiera consistido en desarrollar una desconfianza visceral de todo y de todos. Porque después del coche bomba, les fallaron la familia y las instituciones, acabaron en un orfanato y nadie hizo seguimiento de su estado. Tuvieron que crecer solos, construirse, deconstruirse y aún están levantando el edificio de sus vidas.

Tuve la suerte de que a mí me salvaran de esa desconfianza. Cuando nos conocimos, yo había leído ya los diarios que José Mari había escrito por indicación de la psicóloga de la Asociación de Víctimas del Terrorismo que le ayudó a frenar la espiral de autodestrucción en la que se ha convertido su vida de adulto. En esas notas escritas en las noches de insomnio se intuía el abismo.

En aquel primer encuentro bilbaíno, en la mesa en la que comimos durante horas, José Mari soltó todo a borbotones, como si tuviera prisa por hablar después de callar durante más de 30 años. Con los ojos brillantes pero mucha naturalidad, iba contado cómo el 11 de diciembre de 1987 despertaron en medio del caos, la oscuridad y el olor a azufre y amoniaco del amonal. Que tardaron unos segundos en darse cuenta de que estaban colgados del vacío porque la mitad de la casa había desaparecido, la mitad donde dormían sus padres y su hermana. Que veían saltar a algunos de sus amigos por encima de los escombros. El desconcierto y la esperanza con la que aguardaron durante horas a que su familia apareciera por la puerta de la habitación del hospital.

Víctor solo apuntalaba con afirmaciones escuetas lo que decía su hermano o se refugiaba en su falta de recuerdos porque él era muy pequeño entonces. Me fui de allí convencida de que había que escribir ese libro.

A partir de entonces nuestra relación se construyó con muchas preguntas y emoción a cada paso. Porque muchas de las cosas que me contaban las decían en voz alta por primera vez en su vida y era abrasador comprobar el efecto que provocaban en el otro. Ni siquiera habían sido capaces de hablarlo entre ellos hasta hace muy poco. Y solo bien adultos lo hicieron con psiquiatras y psicólogos.

Su relato precisa hasta dónde llegó la onda expansiva de los 250 kilos de amonal que ETA detonó en la casa cuartel de Zaragoza. José Mari ha pensado mucho sobre aquel día y sus consecuencias, ha pensado y ha escrito, lleva en tratamiento psicológico casi 10 años y desgrana con detalle el calvario. El impacto del atentado, el desgarro que supuso que su familia materna los depositara en el orfanato de la Guardia Civil a los ocho meses de perder a su familia, las pesadillas, la soledad, el aislamiento, el alcohol como refugio, la incomprensión, el miedo. El error de convertirse ambos en guardias civiles sin haber llegado a los 20 años y sin haber reparado el trauma vivido. El desastre monumental y peligroso que fue para el mayor de los hermanos. La pena de tener que dejar su vocación. Todo el desamparo que les hizo ir dando tumbos hasta tener que jubilarse antes de los 40 años y decidir qué hacer con el resto de su vida. Fue muy tierno y muy divertido comprobar cómo llenan ahora las horas. Les encanta planchar, por ejemplo.

En nuestras conversaciones se produjo un milagro. A Víctor le sentó bien hablar, tirar del hilo de sus recuerdos. Se embarcó en la aventura para ayudar a su hermano y comprobó enseguida que salir de la armadura en la que se había encerrado para sobrevivir le ayudaba a él. “¡Qué bien sienta hablar!”, repetía. Porque nunca había hablado del atentado. Sus profesores lo recuerdan como un niño hermético, sus amigos lo han visto siempre esquivar el tema. Aún hoy se explaya más sobre el orfanato donde pasó los peores años de su vida que sobre los asesinos que provocaron su tragedia.

Nos pilló juntos, en la primavera de 2019, la detención en Francia de Josu Ternera, el etarra que todavía tiene pendiente el juicio para determinar su responsabilidad en el atentado contra la casa cuartel de Zaragoza. Me sorprendió la frialdad con la que ambos recibieron la noticia. No esperan mucho ni de la justicia ni de ninguna otra institución.

Pero sí han querido que se conozca a los Pino Fernández, una familia de trabajadores de Talavera de la Reina que empezó a criar a sus hijos en las modestísimas viviendas de un cuartel justo cuando la democracia echaba a andar. Un retrato de la España de la esperanza que a ellos se les truncó bajo los escombros. José Mari y Víctor son dos huérfanos al rescate de su propia memoria y de la memoria de todos.

El libro de Pepa Bueno Vidas arrebatadas. Los huérfanos de ETA (Planeta) se publica el 17 de febrero.


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