El Tribunal de Arbitraje de la Organización Mundial de Comercio (OMC) ha dado su visto bueno a la pretensión estadounidense de imponer aranceles, por valor de 7.500 millones de dólares, a productos de la Unión Europea como compensación a los subsidios que concedieron los Gobiernos europeos a Airbus en los desarrollos de los modelos A350 y A380. Ha tardado apenas unas horas Washington en comunicar que hará pagar aranceles a 300 productos importados desde Europa, que van desde componentes de aviación hasta una serie de productos agrícolas, muy sensibles para la Administración de Trump, como vino francés, queso italiano, aceitunas, whisky y bienes de lujo.
Para España, la decisión es un contratiempo que viene a sumarse como un lastre más en la fase de desaceleración económica moderada actual. El vino y el aceite español resultan afectados de forma significativa; el valor de las exportaciones españolas implicadas está en torno a los 1.000 millones de euros. No se trata tanto del volumen implicado de ventas como de la incidencia sobre producciones agrícolas muy sensibles a cualquier encarecimiento de los precios.
La decisión de la OMC debe ser respetada, por supuesto, pero la cuestión medular en este caso radica en que la estrategia económica de Trump ha convertido la política arancelaria, mediada no por la OMC, en una herramienta espuria para obtener ventajas en el intercambio económico entre bloques. La percepción de que la guerra comercial entre Estados Unidos y China se limita a los daños recíprocos entre ambos países hace tiempo que dejó de ser realista. Y frente a quienes explican el proteccionismo visceral y entusiasta de la Administración de Trump como respuesta a las prácticas abusivas chinas, que existen para irritación de muchos países, los hechos han demostrado que la Unión Europea, cuyas prácticas comerciales están por encima de toda sospecha, también se halla en la diana de Washington como “enemigo potencial”. En cualquier escalada de agresión, en las de carácter económico también, la racionalidad inicial pasa a convertirse fácilmente en delirio.
Parece oportuno recordar que la Administración estadounidense actual no cree en los organismos multilaterales, y mucho menos en la OMC. Ha hecho lo posible para reducir su importancia y se ha dedicado a aplicar la ley de la fuerza en las relaciones con otros países y estrategias coactivas en cualquier negociación. La motivación de fondo de la Administración de Trump es mantener las posiciones de dominio tanto en el mercado tecnológico mundial como en los intercambios comerciales. En nombre de ese propósito, Trump puede permitirse el lujo de enterrar en subvenciones a sus agricultores los ingresos obtenidos por la escalada arancelaria.
Bruselas teme, con razón, una nueva escalada proteccionista contra productos europeos. Para Trump, el valor de la OMC es instrumental; solo cree en ella cuando falla a su favor. Podrá comprobarse si el organismo falla a favor de Europa en la pretensión de imponer aranceles a Estados Unidos a cuenta de las ayudas públicas concedidas a Boeing. O cuando Bruselas aplique nuevas sanciones a las tecnológicas americanas por su descarada y creciente elusión de impuestos. Si algo se ha demostrado es que la estrategia comercial de Washington está diseñada al margen del respeto a los organismos multilaterales.
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