Juan Marsé, en Barcelona en 1982.Pilar AymerichCuando muere un escritor que ha sido importante para ti, deja un hueco que ningún otro podrá llenar nunca porque jamás volverás a tener 15 años. Si me disculpan la primera persona, les diré que son los que tenía yo cuando Juan Marsé me hizo lector. Dado que he terminado viviendo de leer y de escribir sobre lo que leo, me parece de justicia reconocer que parte de mi sueldo se lo ha ganado él. Cuando recibió el premio Cervantes, Marsé se dirigió a su agente, Carmen Balcells, con unas palabras de Groucho Marx que lo dicen mejor: “Me has dado tantas alegrías, que tengo ordenado, para cuando me muera, que me incineren y te entreguen el 10 % de mis cenizas”.En ese mismo discurso dijo también que él no era un intelectual, sino un narrador. Y eso fue lo que lo convirtió en la estrella literaria del verano de 1985 en un pequeño pueblo -20 habitantes hoy- de Las Hurdes, en la provincia de Cáceres. Alguien había descubierto Si te dicen que caí en la edición de Bruguera y el libro pasó de mano en mano entre los jóvenes que se atrevían a ir más allá de los best sellers de Dominique Lapierre y Larry Collins, alimento de sus espíritus junto al fútbol de descampado y el heavy metal en radiocasete Sanyo. Juan Marsé obró el milagro de convertir en lectores a media docena de muchachos que vivían a mil kilómetros del Guinardó, por más que los adolescentes de su novela no se llamaran Julián o Francis, sino Java y Sarnita. ¿Cómo? Contándoles su propia historia de fantasía, callejeo y sexo torpe. Como el propio novelista, todos tenían sus conflictos con la realidad, pero todos eran firmes partidarios del realismo, “el único lugar donde puedes comerte un buen bistec”.Y así siguieron, enganchados al Mundo Marsé y, de paso, a la literatura. Leyendo todo lo que escribía y fantaseando con la idea de que tenían una relación privilegiada con él, una intimidad familiar con bula para perdonarle que se hubiera presentado al Planeta, aplaudirle que dimitiera como jurado o preocuparse -como por un tío enfermo- las pocas veces que incurría en lo que él mismo llamaba “prosa sonajero”. Para terminar de consolidar aquel parentesco imaginario, su hija Berta empezó a publicar libros en cuyas solapas se presentaba como una del grupo: “Hija de escritor y extremeña”. Uno de aquellos aturdidos jóvenes terminó incluso viviendo un tiempo en Barcelona, a unos pasos de la Plaza Rovira —el lugar donde arranca El embrujo de Shanghai—, asistiendo como cronista a la entrega del Cervantes en Alcalá de Henares y hablando con él para algún reportaje. Nunca se atrevió a decirle que le cambió la vida. Ni que tenía con él una deuda del 10%.