Lecciones de un virus llamado SARS-CoV-2



Desconfía de los virus respiratorios

Cuando a finales de diciembre de 2019 China dio las primeras señales de alarma y reconoció oficialmente que estaba detectando neumonías de origen desconocido en la provincia de Hubei, los servicios de alerta del resto del mundo tomaron nota sin muchos aspavientos. Ningún reproche: reciben a diario señales sospechosas que en la gran mayoría de las ocasiones acaban en nada. Poco después, el 7 de enero, se secuenció el patógeno que las causaba. Estábamos delante de un nuevo coronavirus, que se bautizó como ­2019-nCoV (nuevo coronavirus de 2019) y que acabó recibiendo el nombre de SARS-CoV-2 por su parentesco con el que causa el síndrome respiratorio agudo severo (SARS).

El nuevo virus de 2019 siguió sin despertar muchos recelos al principio: se pensaba que no se podía transmitir entre humanos. A tiro pasado es fácil detectar errores, pero si algo enseñó a la comunidad científica aquella experiencia es que a los coronavirus no se les debe atribuir presunción de inocencia. Para cuando se confirmó su capacidad de transmisión ya era tarde, había comenzado a circular por el mundo y a causar dos años de olas pandémicas.

Los confinamientos no son solo cosa de China

Fueron multitud los analistas que, ante el mayor confinamiento de la historia hasta entonces en la ciudad de Wuhan, de 11 millones de habitantes, se apresuraron a aclarar que algo parecido era impensable en una democracia. Si los chinos encerraron a la gente en sus casas era porque vivían bajo un régimen totalitario que controlaba cada movimiento de sus ciudadanos. Pasaron menos de dos meses entre estas afirmaciones y que esos mismos comentaristas tuvieran que escribir o salir en la tele desde sus casas.

Un tercio de la humanidad estuvo encerrada en primavera de 2020. España, que había tardado en reaccionar, optó por uno de los confinamientos más duros de Occidente. Ni siquiera a dar un paseo se pudo salir durante mes y medio. Claro que era la época en la que íbamos a comprar al supermercado con guantes y sin mascarilla. Sabíamos todavía poco de ese bicho microscópico que se ha cobrado hasta el momento más de seis millones de vidas en todo el mundo. Oficialmente. A buen seguro, la cifra se queda corta; la revista The Lancet la eleva a 18 millones.

Confía en la ciencia, pero sobre todo invierte en ella

El lenguaje bélico ha sido habitual en la pandemia. Las diferencias con una guerra de verdad las estamos viendo ahora. Una de ellas es que, salvo unas cuantas mentes creativas que negaron la covid, el resto del mundo luchó contra ella unido. Había dos bandos: la humanidad y el coronavirus.

Desde el principio estuvo claro que si algo podía solucionar la situación era la ciencia. En pocas semanas ya había prototipos de vacunas y en menos de un año estaban listas las primeras seguras y eficaces. Aunque fueron perdiendo efectividad a la hora de evitar la transmisión a medida que el virus mutaba y que pasaba el tiempo desde el pinchazo, se mostraron como un arma muy valiosa para rebajar drásticamente las posibilidades de acabar en un hospital si una persona se infectaba.

Ese proceso también nos enseñó que aunque la gestión de la crisis en España no fue ejemplar, sí puso en marcha un programa de vacunación modélico, logró sus objetivos en tiempo y forma antes que la mayoría de los países homologables y hoy en día más del 90% de los mayores de 12 años tienen la pauta completa.

No levantes los brazos antes de tiempo

Después de la primera ola, pocos se imaginaban que llegarían, al menos, cinco más. “Hemos vencido al virus”, dijo el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en junio de 2020. Por entonces, en España habían muerto, oficialmente, unas 27.000 personas por culpa de la covid. Desde esas palabras han fallecido al menos 75.000 más, según datos del Ministerio de Sanidad.

Esa sensación de final de la pandemia ha sido recurrente: sucedió a principios del verano de 2021, cuando la quinta ola hizo su aparición entre los estudiantes, y sobre todo el pasado otoño. Parecía que todo había terminado cuando una mutación del virus lo convirtió en uno de los más contagiosos de la historia y causó el mayor número de infecciones que se han registrado. Las vacunas evitaron el colapso hospitalario y redujeron la letalidad, pero el coronavirus dejó patas arriba una atención primaria que todavía se está recuperando y más de 10.000 personas fallecieron como causa de la covid en España en la sexta ola.

En marzo de 2022 Sanidad ha dado por superada “la fase aguda” de la pandemia. Ya no hará pruebas a personas con síntomas (y tampoco tendrán que aislarse) si no son mayores de 60 años o vulnerables. El tiempo dirá si hemos vuelto a precipitarnos al cantar victoria.

Las pandemias se acaban cuando ellas quieren

Las medidas que el ser humano ha puesto en marcha para frenar el virus son variadas: confinamientos, mascarillas, reducción de aforos, gel hidroalcohólico, limitación de reuniones, toques de queda, restricción de viajes… Ha quedado bastante claro que esto puede amortiguar su impacto, pero en absoluto evitarlo. Hasta este mismo año podía caber alguna duda: muchos países asiáticos consiguieron reducir los contagios a cifras ridículas gracias a la estrategia cero covid, que consiste a grandes rasgos en cerrar sus fronteras a cal y canto y un aislamiento riguroso de cada infectado y sus contactos.

Pero la variante ómicron no entiende de estrategias. Los diagnósticos en países como China y Corea están disparados y temen vivir ahora tragedias similares a las de Occidente en otras olas. Aunque las vacunas reduzcan la mortalidad, el crecimiento de contagios es tan rápido que puede ser capaz de colapsar los hospitales.

Una pandemia no termina hasta que no deja de ser un problema global. Y ese momento todavía no ha llegado. Cuando lo haga ya no le importará a casi nadie.

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