No es frecuente presenciar una concentración de empresarios bajo un lema combativo e irónico a la vez. En el cartel que exhibieron en Madrid más de 1.300 representantes del empresariado este miércoles podía leerse una nada críptica invectiva contra los poderes políticos: “Los atascos en la Castellana no son nada. El Corredor Mediterráneo lleva 25 años atascado”. El humor esta vez expresa la razón exasperada por la lentitud de ejecución de una obra que la UE declaró prioritaria hace ya más de 10 años, en 2011. No hay razón técnica, comercial, económica o práctica que desaconseje impulsar ese proyecto como eje capital del desarrollo de una zona de España que concentra casi la mitad de las exportaciones del país, más del 40% del PIB y en torno a la mitad de la población, y entre ellas algunas de las ciudades con mayor densidad, como Barcelona o Valencia. Los tramos con un nivel de desarrollo menor están todos en Andalucía, los trazados entre Murcia, Cartagena y Almería no tienen plazos y tampoco los tramos Málaga-Algeciras o Almería-Granada. Las cifras de inversión que desgranó para los últimos tres años la ministra de Transportes, Raquel Sánchez, presente en la reunión junto al presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, Juan Roig (Mercadona) o Vicente Boluda, presidente de la Asociación Valenciana de Empresarios convocante, no son desdeñables, pero es alta la urgencia estratégica de una infraestructura decisiva. Los Presupuestos en este 2021 doblan los 975 millones previstos en 2018 para llegar hasta los 1.982, y en el proyecto para 2022, la partida para el corredor es de 1.710 millones.
Sin embargo, el calado de esta reunión va más allá de asegurar los plazos de ejecución y de perseverar en una demanda obvia y ampliamente compartida porque se inserta en una doble dimensión política: la sensibilidad autonomista de este Gobierno frente a las reticencias de nuevo cuño sobre nuestro modelo territorial y la transversalidad práctica que impulsan varios de los presidentes autonómicos. Vuelve a estar en el centro de esta acción política de pura estirpe federalizante Ximo Puig, y lo hace de la mano del presidente de Murcia, del PP, y de la consejera de Fomento de la Junta de Andalucía, también del PP. La ausencia de Aragonès puede tildarse de significativa, pero quizá en un sentido inesperado: cabe pensar que lo mejor que puede pasar para que este corredor empiece a correr de veras, y aprisa, es desvincularlo de las reivindicaciones del nacionalismo catalán porque afecta a muchas otras comunidades. Hoy existen las condiciones para que deje de ser una infraestructura políticamente maldita. Durante los gobiernos del PP fue percibida como una concesión indeseable a la movilización independentista y el independentismo lo utilizó como arma arrojadiza contra el centralismo radial de España, sin advertir que los beneficiarios de ese trazado ferroviario fundamental son poco menos que la mitad de la población de España y la mitad de sus exportaciones. Hoy circulan por carretera, pero son muchos los sectores —automoción, calzado, mueble, azulejos, etcétera— que estarían dispuestos a sumarse a la alternativa ferroviaria tanto por razones de eficiencia económica como de eficiencia energética: el cambio climático también conspira a favor del Corredor Mediterráneo. Y lo hace por su lado el cálculo del retorno de la inversión que asumió la ministra: cada euro invertido reportaría 3,5 en el PIB. Incluso lo que en apariencia es una mala noticia —la ausencia de representantes del Ejecutivo catalán— puede funcionar como atenuador del pulso político para ceder el protagonismo a comunidades que de nuevo actúan transversalmente, y al margen de sus colores políticos, para priorizar el interés común no solo de Andalucía, Murcia, Valencia y Cataluña, sino del resto de España.
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