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Está de moda en las redes sociales llamar “reina” a cualquier mujer que tenga lo que hay que tener para merecer elogio público en tiempos de odio generalizado. Qué reina, menuda reina, reina de España, culmina la gradación de piropos, si se trata de una compatriota, para expresar admiración por una actriz, una cantante, una concursante de reality, una fuera de serie en lo suyo, sea lo que fuere lo suyo, aunque sea durante cinco minutos. Reinas serían, en plata, señoras con dos ovarios, en sentido real y figurado. Así, desde la Rosalía del tra-trá a la Adara de Gran Hermano, pasando por la anciana Araceli, la primera española vacunada contra el coronavirus, fueron coronadas en su día con tan regio epíteto al alcance hoy de cualquiera menos, quizá, de la reina de España propiamente dicha. Hasta ahora.
Letizia Ortiz Rocasolano cumplió ayer 49 años, último dígito de joven antes de doblar la esquina de los 50. La víspera fue a su antigua Facultad, la de Periodismo de la Complutense, y pronunció su primer discurso de auténtica reina en los siete años que lleva en el trono. Cogió el micro, miró al auditorio de colegas, dejó los papeles aparte y habló como es ella y no como quieren que sea. Tampoco es que temblara el misterio. Dijo, simple y llanamente, que no ha perdido la curiosidad ni la costumbre de hacer preguntas, aunque ahora tenga que callarse las respuestas. Me la creí a pies juntillas. Apuesto a que, después de tanto comérselas, se siente dueña de sus palabras y sus silencios sabiendo que sabemos que tiene en casa varias exclusivas mundiales. Me pareció la primera vez que hablaba por su boca desde aquel “déjame terminar” que le soltó hace 18 años a su novio, el entonces príncipe Felipe, en su pedida de mano, y que le costó que se la taparan los mismos que hoy la lisonjean hasta el sonrojo. La Reina se ha soltado la melena. Esa que tantos titulares nos ha dado sin que reparásemos en el cerebro y las tripas que bullen debajo. Sospecho que no será la última.
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