Muamar el Gadafi murió a manos de una turba de rebeldes el 20 de octubre de hace diez años. Llevaba 42 años en el poder sosteniendo que quien de verdad gobernaba en Libia eran las masas y que él solo ejercía, de “líder fraternal”. Se opuso al comunismo, al conservadurismo, al capitalismo, al ateísmo y a la Hermandad Musulmana. En su día aspiró a derrocar todos los Gobiernos y a sustituirlos por verdaderas democracias, cuya base serían los “comités populares”. Pero si hay algo que Libia nunca conoció es una democracia. El poder se concentraba en su persona, aunque Gadafi decía que no era ni presidente, ni primer ministro, ni generalísimo. No permitió la existencia de una Constitución, ni Parlamento ni partidos políticos.
Ahora, un país sin ninguna tradición democrática y con más armas que habitantes, prepara unas elecciones presidenciales para el próximo 24 de diciembre, apoyado por las Naciones Unidas. Los obstáculos para celebrarlas son grandes. El país no ha dejado de estar fracturado entre el este y el oeste. Todo ello, agravado con la incorporación de mercenarios. Turquía y Rusia se han ido implicando cada vez más en el conflicto. Aún quedan en Libia cientos, si no miles, de mercenarios rusos que apoyan al mariscal Jalifa Hafter, hombre fuerte del este y sur del país. Y quedan otros tantos mercenarios enviados por Turquía, que respaldan al Gobierno de Unidad Nacional, asentado en Trípoli.
Un observador internacional que solicita el anonimato indica que en el país apenas se oyen frases del tipo “con Gadafi vivíamos mejor”. “La gente quiere mirar al futuro, que no haya más guerra y que el país funcione”, señala. “El otro día, un ingeniero en Bengasi me dijo: ‘Durante la guerra todo se prorroga. Yo tenía que haberme doctorado hace diez años y después haber comprado una casa y haberme casado. Ahora, espero hacerlo, aunque sea con diez años de retraso”.
Poco a poco los Gobiernos internacionales vuelven a abrir sus embajadas en Trípoli. El presidente español, Pedro Sánchez, visitó Libia en junio y expresó su deseo de apoyar la reconstrucción del país. Pero la seguridad en el oeste de Libia sigue estando en manos de milicias, cada vez más fragmentadas. Y los secuestros y extorsiones están a la orden del día. “Hace un año”, indica el citado observador, “había seis grandes milicias que se repartían el poder en Trípoli. Ahora son unas 14″. El problema es que las milicias reclaman dinero al Gobierno y no están dispuestas a renunciar al poder. “Esa situación es muy difícil de revertir”, reconoce la citada fuente, “porque los milicianos se han acostumbrado a cobrar sueldos muy altos. Así es muy difícil crear un cuerpo nacional de policía”.
La gran baza a favor de Libia es el petróleo. Lo fue con Gadafi y lo sigue siendo ahora. Cuando Gadafi llegó al poder, con 27 años, solo hacía seis años que se descubrieron los primeros pozos. Gadafi solo tuvo que quitarle el lazo a la tarta del petróleo y comenzar a repartirla. Y eso hizo.
El primer Gadafi consiguió grandes avances para su pueblo, a diferencia de otros sátrapas árabes. Financiaba viviendas dando el equivalente de 50.000 dólares a los recién casados. En sanidad, ofreció una cobertura universal y gratuita, aunque la calidad de los servicios dejaba bastante que desear fuera de Trípoli y Bengasi. Convirtió un país de analfabetos en otro donde el 87% de la población estaba alfabetizada en 2010.
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Aún hoy, tras diez años de su muerte y una década de enfrentamientos civiles, Libia sigue siendo el sexto país de África en desarrollo humano, según el listado de la ONU. Libia, de apenas seis millones de habitantes, sigue poseyendo las mayores reservas de petróleo de África. Antes de la caída de Gadafi, exportaba 1,6 millones de barriles de petróleo diarios, el 2% de la producción mundial. Y ahora, extrae 1,3 millones.
La gran fuente de riqueza sigue ahí. Pero está por ver si ese maná aparece por primera vez acompañado de líderes capaces de alcanzar acuerdos y asentar la democracia.
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