Hay tres otoñales directores en el cine estadounidense que mantienen el prestigio crítico desde sus comienzos: también el tirón comercial. Son David Fincher, Christopher Nolan y Paul Thomas Anderson. El primero casi nunca me ha decepcionado. Nolan y su poderío visual son capaces de lo mejor e igualmente de caprichos pretenciosos, aparatosos y vacíos. Anderson ha estado convencido desde su inicio de que lo que hace es permanentemente artístico y sus sofisticados e inquebrantables seguidores también están convencidos de que lo que aborda su ídolo se convierte en gran cine. Tengo mis dudas. Encuentro fascinantes, complejas, y tragicómicas dos obras maestras como Boogie Nights y Magnolia. Me intriga bastante The Master, a pesar de su muy pasado e insoportable protagonista, el glorificado Joaquin Phoenix. Y presto solo atención a los 15 minutos iniciales de Pozos de ambición. El resto me parece un delirio sin gracia. Y no soporto el resto de su aclamada obra. Pero se agradece que estos directores que te pueden deslumbrar o irritar sobrevivan en medio de ese Hollywood rutinario, formulista y bobo, volcado exclusivamente en Marvel y otras mareantes sagas.
Anderson es imprevisible, nunca sabes qué tema va a abordar, pero está claro que sus historias te van a sorprender. Para bien o para mal. No entendí nada de lo que contaba en El hilo invisible, su anterior película, la de ese sastre exquisito, destructivo y masoquista. Pero en Licorice Pizza ha decidido ser amable, plasmar con suaves matices la problemática y agridulce historia de amor entre un chaval de 15 años y una mujer de 25. Anderson retorna en la ambientación a los años setenta y la localiza en el Valle de San Fernando, un lugar que ha frecuentado en sus relatos y donde pasó su infancia y parte de la juventud. Imagino que en esta trama ha recurrido a sus recuerdos. Existe un tono intimista, púdico, un desarrollo de sentimientos que parece conocer muy bien. Él, que puede ser salvaje describiendo las relaciones humanas o utilizar una dureza perversa, aquí prefiere despertar la sonrisa, alejarse de lo agrio, describir con cercanía la permanente atracción, las incertidumbres, la huida ocasional, el disimulo, el pinchazo de los celos, la negativa a rendirse a la separación definitiva entre dos personas que se aman, aunque la diferencia de edad se lo ponga crudo para oficializar su relación. Ambos son emprendedores, poseen olfato para buscarse la vida, se intuyen, se huelen, se divierten, se juntan y se escapan. No sabemos si tienen futuro, pero nos despedimos de ellos sabiendo que tienen presente, que el sueño se está cumpliendo.
Anderson ha elegido para interpretar al crío a Cooper Hoffman, hijo de Philip Seymour Hoffman. Aquel señor, que la palmó con una sobredosis de caballo hace ocho años, era mi actor favorito de las últimas décadas. Podía dotar de credibilidad y magnetismo a todo tipo de personajes. Era genial. Su hijo reúne cierto parecido físico con él y ambos están amenazados por la redondez. Este adolescente es cálido, irónico, resistente. Y Alana Haim posee encanto, humor militantemente judío, atrevimiento, una personalidad rara y atrayente. Y también se apuntan al proyecto de Anderson en colaboraciones breves, e imagino que no por dinero sino por el honor de trabajar con director tan singular, alguna gente ilustre como Sean Penn, Tom Waits, y Bradley Cooper. La banda sonora es reconocible y eso se agradece. Salgo de Licorice Pizza con buen sabor de boca. Nada más. Me conformo con eso.
Licorice Pizza
Dirección: Paul Thomas Anderson.
Intérpretes: Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn, Tom Waits, Bradley Cooper, Ben Safdie, Maya Rudolph, Joseph Cross, Emma Dumont, Skyler Gisondo, Mary Elizabeth Ellis, Emily Althaus, Anthony Molinari.
Género: Comedia, drama, romance. EE UU, 2021.
Duración: 133 minutos.
Estreno: 11 de febrero.
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