Liz Truss: lealtad a Johnson y guiños a Thatcher

Liz Truss: lealtad a Johnson y guiños a Thatcher

En la antigua Roma, Liz Truss (Oxford, 47 años) habría sido el leal Marco Antonio que se enfrenta a Bruto después del apuñalamiento de Julio César. La ministra de Exteriores británica y favorita a ocupar la semana que viene el puesto de primera ministra, según señalan casi sin género de duda todas las encuestas, ha presumido durante toda la campaña de las primarias del Partido Conservador de haber permanecido junto a Johnson hasta el final.

Quizá ha sido un premio a esa lealtad, en contraposición a la maniobra traicionera que muchos han visto en la dimisión como ministro de Economía de su rival, Rishi Sunak, que precipitó el hundimiento del Gobierno. Quizá ha tenido algo que ver su discurso acartonado, con vacíos a destiempo que descolocan al público, pero con un alto voltaje ideológico al gusto del conservadurismo más rígido. O quizá el modo en que ha abrazado el Brexit con la fe del converso y se ha enfrentado a la UE, por culpa del Protocolo de Irlanda del Norte. Lo cierto es que, casi desde el primer minuto, la suerte estaba echada, y Truss se convirtió en la favorita de los militantes tories nada más comenzar la campaña. La competición se ha jugado durante todo agosto como si el final ya estuviera escrito.

Hija de un profesor universitario de matemáticas y de una enfermera, estudió Filosofía, Política y Economía (la combinación elegida por muchos de los líderes conservadores, y también laboristas) en la Universidad de Oxford.

No reniega de un pasado más izquierdista que conservador, con protestas contra Margaret Thatcher —de la que ahora se proclama heredera— y discursos antimonárquicos. Ha repetido hasta la saciedad que su epifanía llegó cuando estudiaba en el instituto de Roundhay School, en la localidad de Leeds. Según ella, pudo comprobar cómo los alumnos de extracción social baja quedaban atrás, con un profesorado más preocupado en hablarles de racismo o feminismo que en enseñarles matemáticas o inglés. Poco importa que ella sacara una notas excelentes que le permitieron llegar a la Universidad de Oxford, o que antiguos alumnos de ese mismo instituto no compartan recuerdos tan sesgados. Le ha servido para seducir a los afiliados tories con la historia de su conversión. La misma con la que, después de hacer campaña en contra de la salida del Reino Unido de la UE, se ha convertido en la celosa guardiana del Brexit y de sus consecuencias. Ella es, junto con Johnson, la responsable de impulsar una ley que desguaza unilateralmente el Protocolo de Irlanda del Norte y amenaza con provocar una guerra comercial entre Londres y Bruselas.

Apasionada por la economía, trabajó durante un tiempo en el departamento contable de Shell y de Cable&Wireless, pero desde el primer momento tenía el ojo puesto en el Parlamento y en el Partido Conservador. Después de dos intentos fallidos, se hizo con un escaño en Westminster en 2010, de la mano del que sería luego primer ministro, David Cameron.

Truss ha logrado apropiarse de los méritos de tres años de Johnson en el poder —méritos, al menos, a los ojos de los conservadores— y despegarse de los errores. Los tratados comerciales con Australia, Nueva Zelanda o Japón, que sirvieron para intentar demostrar que el Reino Unido tenía espacio de maniobra fuera de la Unión Europea, se realizaron bajo su mandato al frente del Departamento de Comercio Internacional. Frente a la actual inflación galopante, o la década de lento crecimiento que han experimentado los británicos, la ministra de Exteriores culpa al Banco de Inglaterra, pone en duda la independencia que logró la institución monetaria con Gordon Brown, y promete bajadas generalizadas de impuestos y revertir decisiones de los últimos años, como la subida de las cuotas de la seguridad social, pensada para financiar el sistema público de salud.

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Truss ha contado con el respaldo en la sombra de Johnson, decidido a impedir a toda costa que Sunak pudiera ser su sustituto. Pero no era la candidata favorita de muchos diputados conservadores, que van a otorgarle —en el caso de que se confirmen los sondeos y sea la vencedora— poco plazo para demostrar si está a la altura del descomunal reto económico al que se enfrenta el país en los próximos meses.

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