Lo cutre español: ¿chovinismo retorcido?


En 2019 una desopilante noticia saltó a los medios de comunicación y generó infinidad de memes y cachondeo en las redes sociales. Me refiero a un tobogán del que se afirmó que era el más largo de Europa y que no estaba en ningún parque de atracciones. Antes bien, se trataba de una solución, cutrísima, a un desnivel de 50 metros entre dos calles de Estepona (Málaga). Los vecinos tenían que bajar por un barranco o dar un largo rodeo, y en vez de ingeniar algo con lo que ir de un sitio a otro de una manera mínimamente razonable, esto es, sobre las dos piernas, se les ocurrió aquella astracanada que se saldó con una pobre concejala del PP enseñando bragas y cara de susto cuando probó el invento. Sin embargo, el tobogán pretendía estar en las antípodas de lo cutre y lo risible. Formaba parte de un plan de 100 actuaciones para consolidar la modernidad en Estepona.

En nuestro país, los intentos por no parecer de cuarta categoría a menudo salen como ese tobogán debido a una prolongada falta de medios económicos y educativos: no hay dinero ni experiencia, o memoria, de las cosas bien hechas. Si la liquidez escasea y además nadie aprecia lo que es mejor, ¿para qué esforzarse o hacer gasto?

Nos hemos acostumbrado a lo cutre porque los periodos económicamente boyantes son cortos y van seguidos de crisis que se enquistan y obligan a gastar poco, a comprar barato, a reutilizar incluso lo que no está pensado para volver a usarse, a los arreglos chapuceros. Estamos habituados a los bloques con terrazas cerradas arbitraria y descuidadamente sin que se perciba la aberración estética, a que las reformas se hagan de cualquier manera incluso en inmuebles de valor arquitectónico o histórico. Dejamos que el patrimonio se caiga a pedazos, como el románico de tantos pueblos castellanos por poner un ejemplo. Muchas ciudades se limpian poco y sus calles siempre están sucias y con olor a pis. Habitamos barrios construidos de cualquier modo (o más bien de ese modo dictado por la especulación, siempre mezquina).

La globalización hace aquí su agosto con franquicias que nunca venden productos buenos, sino mediocridades estandarizadas: comida rápida y mala, ropa que podemos tirar enseguida sin remordimiento alguno. La degradación campa a sus anchas por esta unidad de destino en lo barato y desbaratado. No es ninguna casualidad que buena parte del mejor arte idiosincrático de este país (El Lazarillo de Tormes, Cervantes, Galdós, Valle-Inclán, Lorca, Cela, Delibes, Laforet, Aldecoa, Buñuel, Ferreri, Azcona, Berlanga, Ibáñez, Almodóvar) haya tenido como objeto lo venido a menos, la supervivencia, la picaresca, la pobreza o la marginalidad, asuntos todos ellos que llevan la cutrez aparejada. En cierto modo, desde hace siglos lo cutre se ha abordado indirectamente desde múltiples puntos de vista (el costumbrismo, el drama, el esperpento, el tremendismo, el humor, la ternura, la tragicomedia). Incluso se ha usado muy consciente y transgresoramente: así el CutreLux de Paco Clavel. En el extremo contrario, cuando es inconsciente (cuando aceptamos la chapuza y la precariedad por puro desconocimiento) vienen los abusos de poder.

Por otra parte, quizás lo cutre en España, que adolece de un secular complejo de inferioridad, sea a veces también una forma retorcida de chovinismo: el orgullo por lo que no tiene calidad, lo imperfecto, lo viejo, lo descuidado. De un bar cutre decimos que es auténtico, mientras que uno nuevo nos puede parecer que carece de alma. Pero para hacer de la necesidad virtud hay que tener, claro está, conciencia de lo cutre.

Sobre ser cutre a conciencia trata Vidas baratas. Elogio de lo cutre, un simpático ensayo de Alberto Olmos donde este concepto se desliga de algunos de los términos que se asocian o, directamente, se tratan como sinónimos (tacaño, miserable, pobre, descuidado, sucio o de mala calidad son los que contempla el diccionario de la Real Academia Española). Olmos trata de acorralar lo cutre diferenciándolo igualmente de lo cañí, cursi, hortera, costroso, rancio, rústico o kitsch, y pone su propia vida, que él mismo califica de cutre, para intentar atrapar la esencia del cutrerío, resumida en una duda existencial: por qué molestarse. Lo cutre se propone como desapego y desconfianza hacia los afanes y vanidades materiales, como expresión de una fe en la austeridad muy mesetaria. Asimismo, es el sino de cualquier artista sin dinero y entregado a su obra: la vida bohemia. El autor también relaciona el término con la nostalgia porque para él algo cutre a menudo es un objeto que ha dejado de fabricarse pero no de usarse, y en ese uso hay un vínculo sentimental hacia el pasado, una comunicación entre generaciones, una suerte de lealtad familiar. En Vidas baratas se pone de manifiesto lo correoso y subjetivo de este adjetivo (porque a veces retrata antes a quien lo usa que a lo que se califica como tal) y se demuestra su pertinencia para delimitar nuestra sociología.


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