Lo que el Estado español le debe a la saharaui Fátima

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Ni apátrida, ni refugiada, ni descendiente de españoles. Hace más de 20 años que Fátima, de origen saharaui, intenta encajar en alguna de las parcelas jurídicas delimitadas para las personas que migran a España. Mientras inicia un nuevo procedimiento para regularizar su situación, observa decepcionada el cambio de postura de España respecto al Sáhara, consolidada el pasado jueves en Rabat. “No entiendo por qué el rey de Marruecos maneja España”, protesta. “Llevamos 47 años sin tierra, sin patria, sin vida normal. El Gobierno español ¿no tiene vergüenza o no tiene corazón?”.

Para Fátima, un hilo de causa-efecto conecta los hechos desde la ocupación marroquí del Sáhara hasta su propia situación de irregularidad y la que han vivido sus hijos. Al igual que ella, su cuarta hija no tenía nacionalidad cuando nació. Tampoco estaba registrada en ningún padrón de habitantes. Solo el parte de nacimiento de un hospital de París demostraba que había salido de su vientre por cesárea dos años atrás. Por eso, la sujetaba con fuerza al cruzar la frontera clandestinamente para volver a España. “Tenía miedo de que me la quitaran”, confiesa.

En situación de irregularidad, el desamparo estatal persigue a las personas que migran allá a donde vayan: en la firma de un contrato de alquiler, en un control policial de una remota estación de autobús, en la sala de espera de un hospital. Para los saharauis, esta desprotección se inició en 1975, cuando España abandonó su antigua colonia –y provincia– tras la firma del Acuerdo de Madrid, que dejaba el territorio saharaui en manos marroquíes y mauritanas, pero que fue rechazado por la ONU.

A pesar de ello, Marruecos reclamó para sí el Sáhara, lanzando sobre el territorio la Marcha Verde. Una procesión de más de 300.000 civiles y militares, según distintas fuente, que ocupó gran parte de la región y empujó al exilio a miles de saharauis.

El Sáhara Occidental continúa siendo uno de los 17 países del mundo pendiente de descolonizar, según la ONU

Desde entonces, la documentación de muchos saharauis se convirtió en un mosaico compuesto por la identidad española de sus antepasados nacidos en la antigua colonia; pasaporte mauritano o argelino con fecha de caducidad y, en el caso de los que permanecieron en el territorio ocupado, pasaporte marroquí. El resto, aquellos que no pudieron acceder a ninguna de estas opciones, fueron reconocidos por España como apátridas –nacidos o descendientes en un país que no existe–. Unos 3.500 entre 2017 y 2021, según los datos del Ministerio del Interior.

Hoy, el Sáhara Occidental continúa siendo uno de los 17 países del mundo pendiente de descolonizar, según el Comité Especial de Descolonización de la ONU. Se trata de un compromiso que España asumió en 1974 y al que Pedro Sánchez pretende dar carpetazo con la aceptación de la propuesta de Mohammed VI, rey de Marruecos, de otorgar la autonomía al Sáhara dentro de su territorio. Este planteamiento se aleja del referéndum de autodeterminación exigido por la ONU en numerosas resoluciones.

“Las decisiones del Gobierno español nos afectan a todos”, evidencia Fátima. Asegura que su propia ruta migratoria es consecuencia de ellas. Pero también de cuestiones coyunturales, como la posibilidad de renovar el pasaporte mauritano, el colapso de la Administración para tramitar papeles o el reconocimiento que España concede en cada momento a la documentación aportada.

Así, el rechazo del DNI español de su madre y la dificultad para mantener su residencia en España obligaron a Fátima y a su familia a recorrer varias provincias españolas, y a cruzar en 2016 la frontera francoespañola en busca de asilo político. “Escuchamos que allí era más fácil de conseguir que en España”, explica.

Varias personas con pancartas de cartón que simulan tumbas, en una manifestación convocada por la Coordinadora Estatal de Asociaciones Solidarias con el Sáhara (CEAS-Sáhara), frente al Ministerio de Asuntos Exteriores, a 26 de marzo de 2022, en Madrid (España).
Varias personas con pancartas de cartón que simulan tumbas, en una manifestación convocada por la Coordinadora Estatal de Asociaciones Solidarias con el Sáhara (CEAS-Sáhara), frente al Ministerio de Asuntos Exteriores, a 26 de marzo de 2022, en Madrid (España).Fernando Sánchez (Europa Press)

En aquel momento, Siria se desangraba en los márgenes de Europa y Turquía taponaba la herida para que la riada de refugiados no llegara a la Unión Europea. A pesar de ello, Bruselas se comprometió a reubicar a 160.000 solicitantes de asilo. Pero, ni la UE cumplió su promesa –aún faltan por acoger a más de 95.000, según los datos de 2018 de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR)–, ni el Estado francés otorgó el asilo a Fátima. Una carta de rechazo y dos semanas después, la familia hacía el camino de vuelta a la Península.

La deportación es la amenaza permanente del Estado a aquellos a los que no reconoce su existencia. Y puede ejecutarse en cualquier momento. Fátima ya lo había experimentado en aquella misma frontera 20 años antes, cuando la policía la deportó a Mauritania por no tener documentación. Episodio que revivió de nuevo al tratar de volver a España con su hija en brazos.

La deportación es la amenaza permanente del Estado a aquellos a los que no reconoce su existencia

Esta memoria del trauma, la tensión acumulada y los obstáculos del día a día suponen una herencia familiar. Según los informes de la Fundación porCausa Esenciales y Crecer sin papeles –este último junto a Save the Children–, la irregularidad condena a la pobreza a las familias migrantes al impedirles acceder a ayudas y trabajos dignos. Así, el riesgo de pobreza en un hogar migrante sin papeles es de un 60%, frente al 20% de un hogar de nacionalidad española con las mismas características. Además, limita el acceso a la educación, salud y justicia de niños y niñas y los expone con facilidad a situaciones de vulnerabilidad.

Como cuando fueron estafados por su supuesto nuevo casero al mudarse de ciudad. “Escuchamos que en la Costa del Sol había más trabajo y pagamos por adelantado el alquiler”, relata Fátima. Al llegar a su nueva casa no pudieron entrar en ella y él no respondía las llamadas. “Desapareció con el dinero y ni siquiera teníamos pruebas para denunciarlo porque no teníamos contrato”. Tras varios días en un hostal, tuvieron que dormir a la intemperie. Para cuando pudieron asentarse en un nuevo hogar y localizar un colegio cercano, su hijo mayor ya había perdido un trimestre.

La irregularidad impone un dilema en la vida de las familias: enraizarse y encariñarse con un territorio lo suficiente como para seguir adelante, pero no tanto como para que la pérdida repentina de todo lo construido resulte insoportable. Entre estos dos posibles, la vida se abre paso: uno de los hijos de Fátima aprendió a nadar, a otro le encanta leer, los amigos que hicieron en otras ciudades los visitan a menudo.

Mientras tanto, tenerlo todo a mano para marchar por si todas las declaraciones institucionales, los plazos, las citas en extranjería o las carpetas llenas de documentos que dejan constancia de su arraigo, no fueran suficiente. Porque en España, como denuncia Fátima, “si no tienes papeles no existes. Y ¿cómo vas a tener papeles, si no tienes país?”.


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