López Obrador, la voz de la hegemonía simbólica

Después de 145 conferencias mañaneras, parecía imposible que el presidente López Obrador pudiera decir algo nuevo este pasado 1 de julio. Pero, como sigue siendo el encantador (o detractor) en jefe, tenía sobre sí la atención del respetable.

Si algo sabe hacer el presidente de México, es conquistar nuevos horizontes comunicativos. Y esto no es elogio, solo constatación. Ahí, sobre el escenario, se siente a sus anchas. La plaza entregada, hasta el clima juega a su favor: el aguacero que cae unos minutos antes del mitin se apaga y asoma el sol. Ni el equipo de producción más avezado habría apostado a tanta suerte. Es 1 de julio, se cumple un año del triunfo electoral, y López Obrador, en su afán de escribir un capítulo definitorio de la historia de México, reafirma una efeméride que imagino buscará consolidar con el tiempo: 1 de julio de 2018, el día en que inició la Cuarta Transformación. Lo que sea que esto signifique.

Desde el punto de vista simbólico y en la pretensión de crear patria, no es mala estrategia dotar de contenido a las fechas y cultivar una narrativa que busque unificar a los que se sumen. Una de las muchas oportunidades que perdió Vicente Fox tras haber sacado finalmente al PRI de la presidencia, fue la de revestir su triunfo de una narrativa trascendente. Ganó la frivolidad de la celebración personal, esa que se diluye cuando la persona pierde peso y valor social. Felipe Calderón quedó atrapado en el discurso de la guerra, por decisión y coyuntura. Y ni Enrique Peña Nieto, producto del PRI que supo siempre trazar horizontes simbólicos frente a los cuales manejar deseos y culpas, fue capaz de imprimir un sello de largo alcance a su gestión: la insistencia en el pragmatismo como línea discursiva terminó siendo, también, causa de derrota. Nadie se entusiasma con el pragmático, y menos cuando vive alejado de las pulsiones sociales.

López Obrador sí tiene la obsesión de otra trascendencia. Y además tiene prisa. Lo reiteró en su discurso de celebración del pasado 1 de julio: “Entre más rápido consumemos la obra de transformación, más tiempo tendremos para consolidarla y convertirla en hábito democrático, en forma de vida”. Así, advierte, si algún día regresara al poder “el conservadurismo faccioso y corrupto”, no podría desandar lo ganado. Lo de ahorita, a marchas forzadas, tendría que ser algo así como un triunfo cultural total.

Prisa, prisa, prisa.

Y ninguna necesidad de tender la mano a los adversarios. Al contrario. Le funcionan para constatar la superioridad moral de su propia narrativa. No necesita hablarle a los otros, basta saberse arropado por los (aún) muchos suyos. Hasta que se imponga la realidad. Porque, diría la especialista Jaina Pereyra, el discurso no es un ejercicio de poesía: sin sustento en la realidad, se desfonda.

El propio presidente reconoce tres pendientes en lo que va de su gobierno: mejorar el sistema de salud, hacer crecer más la economía y revertir los números de violencia “que heredamos del antiguo régimen”. Pero eso no es todo, aunque él solo reconozca esas carencias. Aquí y allá comienzan a aflorar protestas por presupuestos cancelados para ciencia y tecnología, se reitera la preocupación por la militarización del combate a la inseguridad, la población (aún la que lo apoya) resiente el retiro de recursos para las estancias infantiles, pende en el ambiente el temor a una crisis económica inmanejable, se expresan malestares por ocurrencias legislativas de nefasto alcance, decepciona la displicencia frente a problemas medioambientales, inquietan los escenarios de crecimiento, y un largo aunque fragmentado etcétera.

¿Le alcanzará el tiempo a López Obrador para entretejer narrativa y realidad? ¿Podrán las oposiciones —políticas, sociales, económicas— superar los fragmentos para comenzar a construir existencia? ¿Alguien será capaz de tender algún puente de comunicación entre el amor y el odio que hoy colorean la convivencia social?

Cae la tarde del 1 de julio, la gente se dispersa. Contenta. Y lo único que queda claro es que, por ahora, nadie le disputa al presidente la voz de la hegemonía simbólica.

Por ahora.


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