Ningún presidente de Estados Unidos ha realizado una contribución tan efectiva a los proyectos expansionistas del Estado de Israel como Donald Trump. Su escaso aprecio por la legalidad internacional y por los acuerdos multilaterales le permitió realizar pasos que ningún presidente anterior habría asumido, como romper las relaciones con la Autoridad Palestina, retirar la ayuda humanitaria a los refugiados palestinos, trasladar la embajada de su país a Jerusalén —y, sobre todo, reconocer la Ciudad Santa como capital de Israel—, declarar la compatibilidad con la legislación internacional de la ocupación israelí de Cisjordania y afirmar incluso la soberanía israelí sobre los Altos del Golán, un millar de kilómetros montañosos, internacionalmente reconocidos como de soberanía siria, conquistados por las armas en 1967 y situados a escasos 60 kilómetros de Damasco.
Gracias a la acción concertada de dos mandatarios ultraconservadores, Trump y Netanyahu, quedó más que maltrecho el proceso de paz iniciado con los acuerdos de Oslo de 1993 para el reconocimiento de un Estado palestino; el Estado sionista consiguió abrir relaciones diplomáticas con Emiratos Árabes Unidos, Baréin, Sudán y Marruecos, y la Casa Blanca anunció en marzo de 2019, durante una visita oficial del primer ministro israelí a Washington, el reconocimiento de la anexión israelí del Golán. En agradecimiento, el gobernante israelí aprobó en junio de 2020 la construcción de un nuevo asentamiento en la región montañosa para albergar a 300 familias israelíes con el nombre de Ramat Trump (Altos de Trump) y se fotografió junto al embajador de Estados Unidos y sus respectivas esposas ante un enorme cartel con tal denominación en hebreo e inglés. Los Altos de Trump no fueron una anécdota durante la campaña electoral resultante de la delirante política exterior trumpista sino una premonición.
Trump actuó siempre de la mano de Netanyahu, pero los efectos de su política exterior no han quedado anulados ni por la presidencia de Biden ni por el nuevo Gobierno israelí de Naftali Bennett. El nuevo Gabinete acaba de aprobar un plan de 280 millones de euros para construir 13.000 viviendas nuevas en los próximos cinco años, duplicar la población israelí en el Golán de los actuales 26.000 habitantes hasta 50.000, dotar la región de comunicaciones, infraestructuras turísticas y convertirla en el mayor parque de energía solar de Israel. Todo ello, naturalmente, sin consultar ni atender a los intereses de los 25.000 golaníes drusos, en su mayoría de nacionalidad siria, ni a la tajante resolución 497 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que ya en 1981 declaró la anexión como “nula, sin valor ni efecto jurídico sobre el plano internacional”. En los planes expansivos sobre el Golán ha pesado la actitud continuista de Joe Biden respecto a Oriente Próximo y a las últimas decisiones trumpistas, exceptuando, afortunadamente, la reanudación de las relaciones con la Autoridad Palestina.
De no mediar al menos una clara matización de la política unilateralista practicada por Trump y Netanyahu, tendrá consecuencias muy negativas la ambigüedad del mensaje que emite Washington en dirección a los instintos expansionistas también internacionalmente reprobables de Putin respecto a Ucrania y de Xi Jinping respecto a Taiwán. Al menos la Unión Europea y sus países miembros debieran oponerse abiertamente a estos planes israelíes que vulneran la legalidad internacional a costa de la Siria fragmentada y en guerra civil.
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