En junio de 2020, Trump se las prometía muy felices en su primer mitin postpandémico con todo el aforo vendido en horas, pero cuando llegó al Bok Center de Tulsa lo encontró casi desierto. No se debió a una repentina ola de sensatez, ni a un evento a lo The Leftovers que se llevase a todos los racistas de Oklahoma, fue una ocurrencia de los Kpopers, los fans del pop coreano organizados en TikTok para reservar entradas y dejar el auditorio vacío. Un suceso que pasó desapercibido fuera de las redes sociales asestó un gancho brutal al triunfalismo de Trump y mandó a su jefe de campaña al paro.
No fue un grupo organizado, pero sí muchos tuiteros indignados los que hace una semana provocaron que quienes emitieron un vídeo manipulado de Irene Montero un poco burdo, rectificasen. A tenor de su influencia, Twitter es la comunidad más sobrerrepresentada de España, apenas cuatro millones de usuarios consiguen cambiar escaletas pillando por sorpresa a quienes viven al margen de las redes.
Me pregunto qué pensó esa España analógica cuando el lunes Ferreras miró dramáticamente a cámara, como si en lugar de al minuto de oro aspirase al Globo de Oro, y aseguró que sí, que iba a hablar de los audios. Qué audios, pensarían. Durante el fin de semana fueron un monotema en redes, pero el lunes ningún matinal los mencionó. Sí tuvieron tiempo para recrearse en una muchacha que llora en TikTok porque ha repostado por primera vez. La España que no tuitea no entiende qué pasa con Villarejo, Inda y un Ferreras de pronto señalado con la letra escarlata como la Hester Prynne de Hawthorne. Pasa mucho, y muy grave, pero, desengañémonos, no nos lo va a contar la televisión. Que el Kpop se apiade de nosotros.
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