Los Beatles, el secreto detrás de la música


A estas alturas del siglo XXI, produce hasta cierta incomodidad celebrar a los Beatles. ¿Urge cumplir con algún compromiso boomer, se pretende mantener vivo su recuerdo a toda costa? ¿No basta con las campañas mercadotécnicas de esa empresa codiciosa llamada Apple Corps? Tal vez sea un automatismo ancestral, echar más madera en una hoguera que, implacable la marcha del tiempo, se va extinguiendo.

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Sin embargo, siempre quedan matices por destacar. Más allá del pasmoso número de canciones grabadas que refleja su productividad, de la taxonomía que evidencia su sincretismo estilístico, de sus audacias conceptuales, se suele olvidar su principal aportación social: la popularización del modelo de grupo autosuficiente. En 1962, cuando llegaron desde provincias a la capital, eran bichos raros: un conjunto vocal-instrumental que aspiraba a tocar su propio repertorio. No faltaban los antecedentes, comenzando con The Crickets, los Grillos de Buddy Holly, cuya influencia reconocían con un chiste un poco obvio (“Beatles” se pronuncia igual que beetles, escarabajos).

Cuando empezaron, en el hit parade mandaban los solistas. Aunque, simultáneamente, funcionaban abundantes combos instrumentales, que podían resumirse en un solista virtuoso más unos acompañantes anónimos. Lo asombroso de los Beatles era la conjunción de cuatro personalidades nítidas, que se repartían las labores: hasta Ringo tenía su turno ante el micrófono. El hecho de que compusieran rompía el persistente mito de que el negocio del pop consistía en caras bonitas alimentadas por compositores y arreglistas profesionales.

Pero su impacto no se quedaba en la música. Triunfaban en un mundo definido por los adultos pero manteniendo el espíritu de pandilla juvenil. No resulta casual que John Lennon fuera un devoto de los libros de Richmal Crompton sobre Guillermo Brown. Los Proscritos de Lennon integraban una fraternidad unida por el humor de Liverpool, su jerga, los chistes privados, las miradas cómplices. Y el pelo.

Imposible imaginar lo ofensivas que resultaban aquellas “melenas” de 1963-1964, que hoy nos resultan cosa de monaguillos. La cabellera era la señal más evidente de su ruptura con los tiempos bélicos, prolongados durante demasiados años. En sus escasas fotos con trajes de baño, los Beatles lucían enclenques, como correspondía a las carencias de posguerra, con alimentación reglada por las cartillas de racionamiento.

Con todo, los primeros Beatles no manifestaban un particular resentimiento contra los mayores o sus instituciones (los jóvenes británicos se habían librado del servicio militar obligatorio en 1960). Alguna broma se coló en ¡Qué noche la de aquel día!, película que sirvió como el Manifiesto Comunista de aquella generación. El director, el melómano Richard Lester, presentaba a unos Beatles primordialmente centrados en su música. Disfrutaban de un buen arsenal, con guitarras Gretsch y Rickenbacker, el bajo-violín Höfner, la batería Ludwig. Marcas que, desde luego, pertenecían al dominio de la ciencia ficción en España.

Pero, incluso con instrumentos peores, su ejemplo se podía imitar. Se trataba de lograr un repertorio original, mantenerse al tanto de la tecnología, conservar la fidelidad a un código estético. Aquí, hubo quien lo entendió, aunque brevemente: Los Brincos. Y los que nunca lo pillaron: Los Mustang, que consagraron sus recursos a hacer exclusivamente versiones. Era más fácil copiar los “yeah, yeah, yeah” que ejercer la democracia y la creatividad en un entorno hostil.


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