Los detectives de internet que han sembrado dudas sobre el origen de la pandemia

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Al principio del confinamiento, el ingeniero industrial Francisco de Asís de Ribera, madrileño de 40 años, se quedó sin trabajo. Unas semanas después leyó en un artículo en la CNN que China restringía las publicaciones académicas sobre el origen de la covid. Ribera lo tuiteó y empezó a investigar sobre el asunto por internet, sin salir de su casa en el barrio de Chamberí. En mayo ya formaba parte de un grupo de dos docenas de usuarios de Twitter de varios países que dudaban de la versión, entonces inapelable, de que el virus había surgido en un mercado de Wuhan. Un año después, el trabajo de este grupo espontáneo de detectives ha contribuido a abrir una vía de investigación sobre la posible fuga accidental del virus de un laboratorio de la ciudad china. La OMS sigue apostando por el origen natural de la pandemia, pero sus hallazgos abren nuevas preguntas sobre cómo consumimos información, las teorías conspirativas y el trabajo multidisciplinar en red.

A partir de hilos de Twitter y conversaciones cerradas en chats de mensajes directos, Ribera y sus compañeros de pesquisas se organizaron en un grupo elástico que llamaron Drastic (siglas en inglés de equipo radical, autónomo y descentralizado de investigación sobre la covid 19). No se conocen personalmente y su relación estos meses se ha centrado en compartir hallazgos de documentos escondidos y reflexionar en abierto, sin que nadie les prestara mucha atención. No han salido de esa plataforma y su trabajo ha sido reunir, traducir e interpretar pistas esparcidas por la internet china. “Escogimos Twitter también por descarte. En Facebook y Reddit censuraban los mensajes que pusieran en duda el origen. En Twitter también, pero menos”, dice Ribera en conversación con EL PAÍS. No pasaron a una plataforma de mensajería porque algunos querían seguir siendo anónimos.

Su labor ha logrado que los autores añadieran un addendum en Nature y ha llevado a 10 equipos de medios internacionales (BBC, AP, Asahi o Wall Street Journal) a emprender expediciones clandestinas a una rudimentaria mina escondida en el sur de China que podría aclarar el origen de este coronavirus. “Un pequeño grupo de académicos y detectives de internet ha estado trabajando durante meses, usando las redes para encontrarse y publicar pruebas de las actividades del Instituto de Virología de Wuhan, especialmente en relación con la mina”, dice el reportaje de The Wall Street Journal del 24 de mayo. Ribera ha firmado tres cartas con un pequeño grupo de académicos prominentes en The New York Times, The Wall Street Journal y Le Monde para pedir más transparencia sobre el origen de la pandemia.

El Gobierno chino ha impedido a todos los reporteros llegar al lugar o sacar fotografías de él. En abril de 2012, seis mineros entraron para limpiar excrementos de murciélago. Todos enfermaron y tres murieron sin un diagnóstico definitivo. Su cuadro clínico era muy similar al de los afectados por covid, pero no contagiaban. “Me impresionaron al principio las imágenes en la tele de hospitales llenos de gente enferma y el número de víctimas”, dice Rossana Segreto, microbióloga italiana de la Universidad de Innsbruck (Austria) y también miembro de Drastic. “Sobre todo me impresionó la idea de que un virus nuevo para los humanos pudiera ser tan poderoso”, añade por mensaje directo de Twitter.

Segreto encontró que el virus que China llamó RaTG13 en Nature en febrero de 2020 ya había sido bautizado antes con otro nombre (BtCo4491) por el Instituto Virológico de Wuhan. Cree que el descubrimiento de esa cadena es la mayor contribución de Drastic a la investigación: “Sí, la relación entre RaTG13, BtCo4491 y la neumonía de los mineros y la secuenciación del RaTG13, que no había sido hecha después del inicio de la pandemia, como publicó Nature 2020, sino antes, en 2018 [como acabaron confirmando los propios autores en Nature en un addendum]″.

Los detalles sobre la mina y la neumonía de los mineros proceden de una tesis y otro texto académico encontrados en un repositorio chino por un usuario anónimo de Twitter llamado The Seeker [el buscador]. “Empecé a investigar hace más de un año y no sé cómo decirlo, pero cuánto más buscaba más sentía que debía seguir buscando, cuántas más preguntas surgían, más importantes eran las respuestas”, explica por mensaje directo de Twitter a EL PAÍS. The Seeker ha sido identificado como un joven de veintitantos años que vive en el este de la India, autodidacta y cuya carrera ha mezclado arquitectura, pintura y cine.

En esos documentos estaban las coordinadas de Danaoshan, la aldea en el sur de China que está junto a la mina. En septiembre, tras analizar fotos de Google Earth de los alrededores, a Ribera se le ocurrió mirar imágenes de años anteriores, que Google conserva. Allí, en medio del verde, en 2011 y 2015 había unos pequeños edificios junto a un depósito. Podía ser la entrada: “Fui el primero en sugerir el lugar exacto de la mina, pero es un éxito compartido”, dice Ribera. “Fue después de que The Seeker encontrara las coordenadas del pueblo. Y posteriormente, con ayuda de otros de Drastic y otros anónimos, lo hemos podido confirmar”, añade.

Las cuentas de Twitter de Ribera y sus colegas de aventura son una larguísima conversación pública donde se mezclan apuntes, hallazgos y especulaciones. “La tecnología ha hecho posible toda esta historia”, dice Yuri Deigin, empresario ruso-canadiense y autor de un largo ensayo en abril de 2020 sobre la posibilidad de un accidente en el laboratorio de Wuhan. “Los buscadores, las bases de datos públicas, incluyendo el acceso libre a artículos científicos, fue clave. Y las redes sociales como medio de intercambio de ideas en abierto también fueron muy útiles”, dice Deigin también por Twitter.

Todo bajo la sombra de estar elaborando una teoría conspiratoria, que era la consideración que recibía dudar del origen hace un año. “He aprendido a estar en el lado conspiranoico, cuando lo contaba nos llamaban locos”, dice Ribera. “Me da igual. Lo mejor es ir a tu bola porque nadie entiende nada, tienes que aprender a qué batallas entrar y priorizar qué pruebas sacar. Cuando la verdad está en el lado conspirativo tienes que ser muy escéptico porque estás rodeado de muchas conspiranoias de verdad”, añade.

Los artículos basados en indicios encontrados por Drastic se han ido publicando desde julio de 2020, cuando el londinense The Times publicó un largo reportaje sobre las hipótesis y la mina. Pero ha sido este año cuando un goteo persistente ha provocado la extensión de las dudas: la expedición de la OMS a Wuhan que no aportó pruebas definitivas sobre la versión china, las tres cartas que otro puñado de académicos llamados por The New York Times grupo de París (y donde hay seis miembros de Drastic, entre ellos Ribera y Segreto, además de un científico de datos del Banco de Nueva Zelanda, Gilles Demaneuf; un profesor emérito de la Universidad de Lovaina, André Goffinet, y la investigadora Monali Rahalkar, del Instituto Agharkar en India), un larguísimo artículo del exreportero del The New York Times Nicholas Wade, las dudas del presidente Biden y la revelación de tres posibles enfermos del Instituto de Wuhan en noviembre de 2019 por el Wall Street Journal.

Nada de todo esto por supuesto confirma nada. Pero hoy las voces que piden más transparencia son imposibles de obviar, aunque por eso quizá China nunca ceda a esas presiones. “Un problema de la comunidad internacional y los periodistas es que creían que el origen se iba a solucionar a golpe de artículo en revista científica. La gente espera que el origen del coronavirus salga un día en Nature. Y saldrá. Pero la solución no vendrá solo de ahí”, dice Ribera. “La gente olvida que China es una dictadura y que es legítimo dudar de lo que dicen porque ya nos han engañado”, dice Ribera.

Lo multidisciplinar del equipo ha sido una de las claves, según Ribera, tanto en Drastic como en el grupo de París. “Hay gente que sabe de virología, genética, microbiología, biología molecular, epidemiología, medicina, patología, zoología, biofísica, salud pública, bioinformática, sociología, bioseguridad o análisis de datos. La gente cree que esto solo depende de los virólogos y nadie más puede hablar. Y no”, dice.

“Prefiero no calcular las horas que he dedicado a este tema”, explica Ribera. Otro miembro anónimo del grupo, que usa el seudónimo Billy Bostickson y un avatar de un mono herido, lo hizo y le salía una inversión de 40.000 dólares a 20 la hora. Y era solo julio del año pasado. La meticulosidad necesaria para este trabajo requiere mucha paciencia: “Quizá deberían estar haciéndolo los servicios secretos”, dice Ribera.

El perfil de Ribera estaba hecho para un reto así. “He trabajado de consultor tecnológico muchos años, pero lo mío siempre han sido los números”, dice. Tiene varias páginas de Excel con miles de registros para secuencias de virus, primeros pacientes o viajes por China de investigadores del Instituto. “Lo veo como un gran sudoku” dice. “Mi principal valor añadido es buscar, estructurar y hacer fontanería y arqueología de datos. Les pasa mucho a científicos, que antes de empezar con su modelo no han entendido bien los datos y sus sesgos”, añade. Su parsimonia le ayudó para pulir los archivos PDF en chino para que Google Translate o DeepL los tradujeran. En todo este proceso solo han contado con un hablante de chino, sobre todo para investigar el pasado de la mina.

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